Creo poco en los desplegados aun si he firmado no pocos a lo largo de mi vida. Me parecen en general productos de autoconsumo, concebidos para que los abajofirmantes refrenden no sólo su bienpensancia sino su autopercibida relevancia. Además, al presentar a la “opinión pública” –o sea a ese a elite y otras– un argumento que unifica los piensos de decenas, por fuerza eliminan matices en las ideas de cada una, véase contradicciones internas.
Hace unos días firmé uno porque suscribo lo que dice: que “la decisión de El Colegio de México de suspender de manera indefinida el Acuerdo de Vinculación Académica y Colaboración que mantiene con la Universidad Hebrea de Jerusalén… dicotomiza la realidad, se adhiere a una narrativa unilateral y atenta contra la libertad de pensar, disentir y cuestionar”, como todo “boicot académico”. Sigo suscribiendo esa idea. Ello no significa, sin embargo, que se agote en ella lo que pienso sobre el conflicto en Medio Oriente o sobre el rol del gobierno israelí en él.
Conforme pasan los meses y se acumulan en Gaza los muertos y las violaciones a los derechos humanos, me inclino cada vez más a comprender el uso del término genocidio para nombrar lo que ahí sucede. También se reafirma mi decisión de no emplearlo yo, no sólo por técnicamente impreciso –los civiles que viven en Gaza y Cisjordania son grupo victimizado pero, por desgracia, no nación, y tampoco constituyen en sí mismos grupo étnico– sino, sobre todo, por parecerme que sirve más para profundizar el conflicto que para resolverlo. Decir genocidio equivale a enmarcar el conflicto en las coordenadas identitarias que le dan origen. Quien use la palabra se verá pronto rodeado de personas que clamen “Del río al mar”, lo que no hará sino atizar la furia asesina del gobierno de Netanyahu.
Es mi intuición –una que comparto con muchos demócratas– que la única forma de abordar conflictos como éste es desde el paradigma de los derechos humanos. No me duele menos cada una de las cientos de víctimas israelíes que cada una de las decenas de miles de víctimas palestinas. Y no es clamando genocidio como vamos a proteger vidas, sin importar origen étnico.
Tampoco es cancelando las avenidas para el intercambio de ideas. Al gobierno israelí le viene huango que El Colegio de México rompa relaciones con una universidad de su país. Con ese acto, sin embargo, ambas comunidades académicas pierden oportunidad para la confrontación intelectual y el ejercicio del pensamiento crítico.
Ha caído en mis manos el informe de la comisión del Colmex que recomendó suspender la relación con la Universidad Hebrea de Jerusalén. Muchos de sus argumentos son muy atendibles. Hubiera sido útil tener una discusión pública al respecto. Lástima que El Colegio de México no será el espacio para ello.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
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