El ensayo es un “género mixto”, decía Alfonso Reyes. “Centauro de los géneros, responde a la variedad de la cultura moderna, más múltiple que armónica”. Hay ensayos que son poesía y otros que son periodismo; algunos son la delicadeza de una confesión personal; otros, la erudición académica pura y dura; hay ensayos que son todas las descripciones anteriores al mismo tiempo y otros más que no son como ninguna. Ese es, quizá, su rasgo fundamental: ser tan versátil –tan profundo o ligero, tan intencionado o casual, tan exigente o generoso– como una conversación.
Dios tiene tripas. Meditaciones sobre nuestros desechos (Tierra Adentro/Fondo de Cultura Económica, 2023) es un testimonio ejemplar de esa vocación anfibia del ensayo como especie literaria. Su autora, Laura Sofía Rivero (CDMX, 1993), despliega una prosa muy depurada para reflexionar a propósito de la defecación y la inmundicia. La suya no es una puntada pueril sino un desafío intelectual: si Montaigne afirmó que sus ensayos eran “excrementos de un viejo espíritu, a veces duros y a veces blandos”, ¿por qué no podría un ensayo ocuparse de la excreción como tal, en la impúdica plenitud de su significado, no ya como metáfora ingeniosa sino como experiencia universal?
Que un acto tan cotidiano y natural sea un tema de mal gusto es, de hecho, fascinante. ¿Por qué insistimos en hacerle ascos a lo que no deja de ser un producto de nuestra propia digestión? ¿Por qué tanto rechazo y tan poca curiosidad? Decía Milan Kundera, de quien Rivero entresaca su título, que la negación absoluta de la mierda es lo constitutivo del ideal kitsch: una aspiración absurda, ridícula, a que la estética de la existencia humana sea siempre pulcra, grata, apacible y bondadosa. Como la de una divinidad, pues, que carece de entrañas. Pero si Dios no tiene tripas, ¿cómo sostener entonces que hizo al hombre a su imagen y semejanza?
En el ensayo de Rivero nos enteramos de cómo se curaba la diarrea Thomas Jefferson; de la bella “hermenéutica de las heces” que propone la escala de Bristol, una clasificación según su forma y consistencia; de los primeros instrumentos de limpieza anal, el chugi japonés y el xylospongium romano; de la leyenda sobre cómo adquirió su apodo “el Cacotas” (entrañable compañero universitario de la autora); de la semiótica que hay en la publicidad del papel higiénico; del inodoro que inventaron para Isabel I de Inglaterra con el fin evitarle el bochornoso olor de sus deshechos; en fin, nada sobre la cultura de la caca le es ajeno.
Aunque, como nota crítica, debo reprochar que en su repertorio faltan tres aportaciones catalanas de primer orden: el Caganer (la figurita de un campesino obrando que se coloca en los nacimientos navideños), el Caga Tío (un tronco que los niños aporrean con un palo para que cague juguetes) y Mr. Boka (un catador de retretes barcelonés con más de 25 mil seguidores en Tik Tok).
No conozco otro libro tan honorablemente ad hoc para leer en el baño.
POR CARLOS BRAVO REGIDOR
COLABORADOR
@CARLOSBRAVOREG
MAAZ