Nuestras dinámicas culturales están expuestas a la idea sobre lo que debe ser y cómo debe manejarse y analizarse la justicia. Uno de esos primeros aspectos que no se dice pero conforma un todo es la evaluación moral que se le hace a los individuos, los segundos aspectos rondan en ideas sobre el éxito y las credenciales que demuestren a como dé lugar, que son mejores y más grandes frente a los que se supone no cuentan con las mismas amenidades en sus semblanzas de vida y curriculums. Cualquiera es capaz de caer en esa trampa que atrapa al ego y lo deja para siempre encerrado en patrones que reproducen con singular descaro la falsificación de la historia. El éxito y el dinero resaltan la codicia dentro de toda aspiración social, los aplausos y la glorificación como compañera eterna del consumo casi nunca se deposita en el carácter del mérito, sino en la importancia que desorientada y ciega se le da a una persona o a un proyecto desde la visión acomodada que dictan las costumbres más tenaces y mediocres de nuestros tiempos.
Conocer la propia historia y el pasado de nuestros países podría ser crucial para contrarrestar la presión social, la dislocada evaluación moral entre “lo bueno y lo malo”, las narrativas oficiales sobre algún tema nacional o internacional y la abnegación religiosa y literal que se ejerce en la generalización y el profundo poso de culpas, sanciones, condenas, supuesta legalidad y acusaciones en masa que se atreven a saber más sobre la vida del otro que el propio involucrado.
Que alguien sea abogada y ejerza como psiquiatra debería ser catalogado como un delito de salud pública grave, con sanción legal particular. Plagiar una tesis universitaria y tener la responsabilidad de encaminar las decisiones de un país en el ámbito de la justicia, más allá de un chiste local, debería ser un asunto muy trágico, quizás una razón para disolver la responsabilidad definitiva a quien plagia. Ser defensor de los derechos humanos, auto nombrarse activista y enriquecerse a través de los gobiernos que criticaba en la calle y en los medios, es tan solo un eslabón más en el plano de la codicia que observamos muchas veces en completo silencio, tema que también debería sancionarse siquiera con un castigo que no le permita mercadear con el dolor de los demás. Invitar a tu país a través de la diplomacia a un Dictador que acaba de cometer un fraude a la vista de todo el mundo y que además mantiene presos políticos desde hace dos décadas sin debido proceso, debería ser una acción duramente criticada por los políticos de su propio entorno y una censura entendida para aquellos que dicen trabajar por la justicia y el bienestar de los menos privilegiados y usan “al pueblo” cada vez que exponen sus ideales. Ver cómo solo los políticos conectados se salvan de esa misma cárcel, debería ser situación suficiente para que no vuelvan a optar por un cargo político más, para no apoyarles nunca más y quitarles toda potestad de declarar en público y en medios.
Escuchar hablar a un encargado del “enorme operativo de seguridad” del que se dispone en el territorio nacional en un país que retrata en vivo la masacre de 15 personas dentro de un antro a manos del crimen organizado, debería ser argumento indiscutible para retirarlo de su cargo al día siguiente. Ver al Presidente de un Gobierno pasearse por la desgracia de una ciudad entera sumergida en lodo, exigiendo que las labores de rescate se detengan para que él de sus condolencias a las víctimas y haga su acto político debería castigarse por los demás responsables de ese gobierno quitándole incluso el habla y todos sus beneficios políticos. Ver en vivo el encarcelamiento de un inocente y la muerte de miles y callar ante tal injusticia debería crear días de duelo y la destrucción de monumentos gubernamentales que enarbolen la supuesta justicia. Que un fiscal le diga a una mujer que busca a sus hijos desaparecidos que no hay recursos para ubicarlos vivos o muertos y que sería mejor que ella los buscase con sus propios medios, tiempos y sin ayuda, debería pagarse con cárcel. Observar en todos los centros de las capitales los palacios y casas políticas repletas de vallas y militares resguardando, debería ser un tema que lleve a los tomadores de decisiones a un juicio, al menos ciudadano, que evalúe las labores que les han sido encomendadas y quizás la destitución de todos. ¿Tan seguro es todo que tienen que forrarlo de vallas antimotines? Ellos mismos se pagan y se dan el vuelto. La palabra empeñada no vale nada. Lo lógico no existe. La crueldad se vuelve costumbre y a veces sinónimo y ejemplo de justicia.
Pero resulta que la presunción de inocencia es gratis para todos ellos, la vida se les hace fácil a los que desde el poder pueden cometer todos los delitos sociales y económicos que el discurso les ha permitido por años. Resulta que los de arriba, todos, disfrutan de la duda y nadie ha visto lo que van a disfrutar de ella con las nuevas reformas pues no son ellos y nunca serán ellos los que caerán en la prisión preventiva como moscas, ante un sistema que desde el poder había ya podrido todo. Hoy, los más rancios moralistas se atreven a decir que la prisión preventiva es una gran herramienta para encerrar “a los verdaderos delincuentes” pero en menos de un segundo olvidan que conviven, apoyan, trabajan y perdonan a los delincuentes de verdad.
Jugar con las palabras es fácil pero el engrudo se les hará muy denso.
POR MARÍA CECILIA GHERSI PICÓN.
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