Me preocupa el electorado que no votó por el obradorismo. El 40 por ciento que no apoyó a Claudia Sheinbaum para la Presidencia; el 41 por ciento que no votó por la coalición “Sigamos Haciendo Historia” (Morena-PVEM-PT) en la elección de senadores; el 44 por ciento que votó por la coalición “Fuerza y Corazón por México” (PAN-PRI-PRD), por Movimiento Ciudadano o por candidatos independientes para diputados federales. Estamos hablando de entre 24 y 27 millones de electores, en una elección en la que votaron entre 57 y 60 millones.
Por las buenas y por las malas, el obradorismo arrasó. Primero por la preferencia de la mayoría en una elección cuya equidad fue vulnerada (el propio Tribunal Electoral así lo ha reconocido); luego con el inédito nivel de sobrerrepresentación que le concedieron las propias autoridades electorales; y después con maniobras y negociaciones que le permitieron hacerse de la mayoría calificada. A pesar de la naturaleza mixta del sistema electoral mexicano (cuyo propósito es precisamente abrirle espacio a la pluralidad vía la representación proporcional), quienes perdieron quedaron reducidos no sólo a una condición minoritaria sino, más aún, a una franca irrelevancia política. La mayoría obradorista puede decidir sin ninguna necesidad de negociar, de dialogar, vaya, ni siquiera de voltear a ver ya no digamos a los partidos de oposición, sino al electorado que votó por ellos.
Los defensores de la nueva hegemonía dirán que ni modo, “así es la democracia”. Pero quienes no votaron por el obradorismo tendrán una interpretación distinta. O varias, porque en el universo de la oposición ciertamente hay diversidad.
Anotaba ayer Jesús Silva-Herzog Márquez que la Presidenta tiene “una visión tan maniquea como la del antecesor, pero con formas menos agresivas. Sheinbaum, al parecer, prefiere la política del desprecio a la política del combate. Prefiere ignorar que insultar”. Yo añadiría que ese matiz introduce una innovación dentro del libreto de la continuidad obradorista: a la pretensión de infalibilidad propia de quien se asume como encarnación de la mayoría popular le agrega la de quien se define como “científica” en el poder —apelando a la ciencia no como método de deliberación sino como argumento de autoridad—. Y suma, así, la arrogancia de la razón tecnocrática a la arrogancia de la persuasión populista.
Ambas arrogancias comparten una profunda aversión al pluralismo. No discuten, disponen; no debaten, decretan. La populista lo hace en nombre de la voluntad popular; la tecnocrática, en nombre de su verdad técnica. En ese contexto, deslegitimada por partida doble, por no tener ni al “pueblo” ni a la “ciencia” consigo, la pregunta es cuál puede ser el lugar de la minoría (insisto, nada menos que entre 40 y 44 por ciento del electorado a nivel federal) en el régimen de esa nueva hegemonía. ¿Qué juego político le queda? ¿Mediante cuáles objetivos y estrategias? ¿Por dónde y cómo canalizará sus demandas, insatisfacciones y conflictos?
POR CARLOS BRAVO REGIDOR
COLABORADOR
@CARLOSBRAVOREG
PAL