LA MANIGUA

Venezuela me recibe partida a la mitad

Las palabras “desarrollo” y “victoria” saludan así, en los límites de un país con nuestra hermana Colombia, como si solo significaran una “patria de muerte”

OPINIÓN

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María Cecilia Ghersi / La Manigua / Opinión El Heraldo de México
María Cecilia Ghersi / La Manigua / Opinión El Heraldo de México Créditos: Especial

Diez años pasaron para que volviera a pisar mi tierra. La entrada por Colombia sugiere más cercanía con Los Andes y en algunos momentos uno suele imaginar que pronto estará rodeado de las montañas que delimitaron aquella Universidad con una ciudad incrustada en su centro. No fue fácil llegar a sellar el pasaporte de salida de Colombia y dos veces reportar la entrada a Venezuela. En un periplo de 240 kilómetros por carretera paramos unas diez veces en puestos de control de la Guardia Nacional Bolivariana para ser cuestionados y revisados sobre nuestro destino, dineros y una colaboración necesaria en dólares para poder pasar al siguiente. En México le llaman mordida, en Venezuela se le dice “matraca”.  Desde ahí empecé a entender que  los enormes terrenos que rodean la carretera y las industrias que hace más de quince años fueron expropiadas por Hugo Chávez Frías no están en funcionamiento, tampoco la maquinaria desvencijada en lo que alguna vez fueron fincas de ganado y cultivo, y mucho menos la tierra que llora de sed y el verde de antaño es un ocre seco y caído. Aquella “patria o muerte” huele a incendio e infierno y las expectativas del regreso a mi hogar comienzan a abatirse.   

Las palabras “desarrollo” y “victoria” saludan así, en los límites de un país con nuestra hermana Colombia, como si solo significaran una “patria de muerte”. Lo árido es deshabitado, lo que era artesanal hoy es un puesto de juguetes casi derretidos provenientes de china y parece que los cambures (plátanos) son la única esperanza en las fachadas de las casas apiladas en el silencio de un exilio forzado. En las fotos que fui tomando, buscándome, buscándolos a todos,  parecía que quedaban restos de una vida y una nada que no se pudo despedir de ese norte deshidratado que era aquel sur donde todos buscábamos los frutos carnosos y la abundancia de la creatividad campesina en algún objeto que aún conservamos. En ese camino imagino los miles de empleados que fueron desalojados de la industria lechera y agropecuaria, a sus familias y las bicicletas que los transportaban a casa en una época, si no exitosa, al menos llena de voces, proyectos conjuntos y un plato de comida ganado con las manos trabajadoras de quienes construyeron un país rico, afortunado y lleno de sorpresas e innovación.

Al llegar a Mérida, mi ciudad, me recibieron las montañas de Lagunillas y seguimos por el camino del Ejido a mi Carrizal querido y el cielo lucía infinito,  siempre dentro de las montañas, como una fortaleza que sigue intacta, rellena de sombras y luces que van desde el morado al verde en tornasoles que no he visto en ningún otro lugar. Llegué a casa, mi casa, a mi hogar, a la mitad exacta de mi vida, donde todo se parte en dos, en mitades, con el rosa mexicano de una guitarra acostada y el violín de los pastores dando la bienvenida a los vecinos después de la cosecha, con el barullo y el ruido de una ciudad basta y compleja al aire frío que baja por los valles para saludar al café colado del amanecer, con el acento de las tías que son madres y los primos que me recuerdan ese canto al final de cada oración corta contra ese chilango y la “ch” saltando de una vocal a otra con pausas prolongadas.  Del “quedito” al “miamor”, del “seño” al “mami”, de segundos pisos a viaductos y de boleros a rancheras. Se parte a la mitad todo al ver las caras lúcidas e impetuosas de mi gente que ha sobrevivido en una ciudad destruida por la desidia y una barbaridad tan grande que no es posible describir en letras.  Las fachadas de mis casas de estudio se caen en ramas desordenadas y paredes enmohecidas contra el óxido de lo que eran las puertas al conocimiento, al futuro, a la dicha  y la esperanza de una juventud que tenía un lugar gratuito donde poner sus inquietudes. Las avenidas de mi vida, se han vencido con el tiempo y la sequía, los edificios se caen a pedazos por falta de servicios básicos y la alegría del mañana. Las caras de mi gente lucen nostálgicas, cansadas, agobiadas por el presente,  pues el futuro no parece llegar ni en las próximas dos horas ni en los próximos dos años.

Una banda de delincuentes negocia y asila lo que llaman el “poder popular” dentro de una infinita espera que muchos han abandonado. Una cárcel de frases repetidas e ideológicas que no valen nada. Una “democracia socialista” que tan solo en 2023 permitió que 7.7 millones de venezolanos abandonaran su tierra y se arriesgaran a la siempre obscena vida del migrante. Un bloqueo que es para los ciudadanos pero no para los “bolivarianos” declarados, que se pasean en autos de lujo sin placas y diseñan edificios comerciales para los suyos, una especie de mafia  que se alimenta de impunidad y negocios sin registro con “el imperio”, de aquel diablo que olía a azufre y se percibe hoy en el paisaje urbano contrastando con la pobreza.  Dos bandos, los nuevos ricos y los pobres.  Un sueldo de 22 dólares para un profesor universitario titular con dos doctorados y una experiencia de más de dos décadas, jóvenes que acuden al examen anual de la universidad pública sin saber si en el primer semestre cursarán todas las materias y algunos profesores que en el fondo aman su vocación porque insisten en seguir dando clases aunque la canasta básica ascienda a los 170 dólares mensuales. Unas escuelas públicas con doble turno que abren solo dos veces a la semana por falta de transporte público para sus docentes. Un hospital publico universitario que no tiene cómo solucionar una simple fractura en emergencias ni continuar con las misiones de salud y bienestar que hace más de dos décadas prometieron al “pueblo” con las consignas de felicidad y empatía. Unas gasolineras en un país petrolero que te exigen un código según el número de placa para autorizar el llenado de algún auto que aún funciona, como puede, sin repuestos una vez a la semana.

Un pueblo que envejece en sus casas con el horario estipulado de falta de energía y agua mientras sus dueños trabajan por menos de 15 dólares al mes si es que hay alguna casa que pintar o alguna cena en la que cocinar o hacer de mesonero. Si es que hay algún documento que traducir o algún jardín que cortar, si es que hay como llevar a un merideño que les visita desde lejos y necesita recordar algún sitio turístico que ya no vende arepas ni guarapo  en el cafetín que añora.  Ciudadanos de mediana edad sin proyecto o empleo que esperan el depósito de los que quizás ya consiguieron trabajar ilegalmente en algún país donde no saben el idioma, y adultos mayores en la ultima etapa de su vida que esperan la muerte en casa con agua de panela y harina de maíz sentados en los zaguanes queriendo escuchar alguna buena nueva que les llega desde una oposición que les ha traicionado al compás de los mafiosos.

Una ciudad derroida que permanece para aquellos que se han erguido ante el intento de una carcajada fácil, un abrazo grande, una mueca de complicidad, el mi mamor, mi vida, ni niña, con acento cantado y andino que parece una canción de cuna. Toda esta ternura que fue mi niñez, mi juventud, una armonía gozosa, ingenua, mi mitad, esa que un día un militar con buenas discursos dejó morir en manos de multimillonarios que saquean las obras más faraónicas de un país favorecido por su naturaleza y su gente amena y hoy se lavan las manos  y los dólares en nombre de un sistema al que insisten en matar todos los días apellidándolo bolivariano. Una ciudad derroída, una ciudad que no han aniquilado completamente porque le quedan los míos, los del canto, los de la música y una mesa donde siempre querrán compartir en sueños mirando hacia Los Andes venezolanos.

POR MARÍA CECILIA GHERSI

COLABORADORA

@MACHIXBLUE

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