El primero de enero de hace 30 años, una oleada de pasamontañas negros eclipsó una de las plazas públicas más grandes del mundo.
Geografías políticas, rebeldía social y dignidad indígena son palabras demasiado grandes para esta pequeña columna, aunque es imprescindible mencionar, en el aniversario de la irrupción pública de uno de los movimientos sociales más importantes de México, la trascendencia de la fotografía documental del EZLN.
Es 1994, la tecnología de comunicación con las redes sociales virtuales que hoy tenemos existe en la imaginación y las cámaras digitales están en pañales. Es tiempo de fotoperiodistas de oficio y vocación que cargan la canana de rollos fotográficos.
La efervescencia escala y la fuga de imágenes violentas, lo mismo que poderosas, atrae la atención del mundo hacia un rincón del sureste mexicano donde la prensa aún es analógica y controlada.
Por un lado, la imagen del subcomandante Marcos. Embistes de zoom que escudriñan sus ojos claros empañados por el humo de la pipa, tomas abiertas al frente de su ejército, screenshots de sus entrevistas, sesiones completas como la de Ricardo Trabulsi y el icónico retrato del dedo medio levantado en primer plano de Raúl Ortega, se transforman en uno de los momentos más disruptivos de los medios de comunicación y en un símbolo del movimiento.
Por otro lado, los planos generales donde se aglutinan miles de hombres, mujeres y niños de enormes ojos oscuros en retratos sin rostros. Los de abajo, los invisibles, -se autodenominan- viran la imagen ingenua del indio que hasta entonces los Álvarez Bravo nos han romantizado, para construir una concepción real, más compleja de los pueblos indígenas.
En sus propias palabras, en un movimiento nacido de la noche, y a tres décadas de salir de la clandestinidad, se escucha el eco de su grito colectivo “para todos la luz”…
POR CYNTHIA MILEVA
EEZ