En su aclamada obra literaria Canción de Fuego y Hielo —adaptada famosamente a la pantalla chica como Juego de Tronos—, George R. R. Martin utiliza como contexto un mundo de fantasía medieval, con sus princesas, dragones y caballeros, para reflexionar sobre la naturaleza humana, y en particular sobre su relación con el poder y la violencia, como una forma de educar a sus lectores en ese drama eterno.
Una de las escenas más memorables de su segundo volumen, Choque de Reyes, ocurre en el interior del palacio real, capital de los Siete Reinos y epicentro de grandes intrigas -como suelen ser todos los palacios desde donde se gobierna- y en donde un personaje plantea a otro el siguiente acertijo: en una habitación se encuentran un monarca, un clérigo y un mercader, y entre ellos un mercenario con su espada. Los tres pretenden reclutar al mercenario para matar a los otros, aludiendo, respectivamente, a
las leyes del reino, las leyes de los dioses y a su avaricia. “¿Quién vive y quien muere?” se preguntan.
“Todo depende del mercenario,” responde su interlocutor. Pero el primero revira, preguntando si entonces el poder reside, en última instancia en el mercenario. “El poder,” prosigue, ante la inconformidad de su interlocutor, “reside donde la gente cree que reside. Ni más ni menos.” No es más que “una sombra en la pared, pero las sombras pueden matar, y un hombre muy pequeño puede proyectar una sombra muy grande.”
El autor -Martin- aquí nos confronta con una brutal realidad, tan patente en el imaginario de los Siete Reinos como en la sociedad contemporánea: nuestras reglas e instituciones, lo mismo en el Egipto de los faraones que en las democracias modernas, se alimentan y subsisten exclusivamente de la “creencia” que depositamos en ellas. Si, parafraseando a Montaigne, el “fundamento místico” de la autoridad deriva en que obedecemos las leyes simplemente porque son leyes, ¿qué ocurre cuando esta mística se resquebraja, vulnera o deteriora? ¿Qué pasa cuando los gobernantes llamados a respetar las leyes en lugar de enaltecer a las instituciones a las que representan, se dedican a desgastarlas, cuestionarlas, repudiarlas, con el filo imperceptible de las calumnias demagógicas?
No es necesario indagar mucho para encontrar una respuesta correcta. Al igual que en el universo de Martin, el colapso de las instituciones desenmascara los aspectos más primitivos y salvajes de nuestra naturaleza. Basta con ver, como ilustra Yascha Mounk en su obra El pueblo contra la democracia, lo ocurrido en Washington y Brasilia en 2021 y 2023, respectivamente, cuando turbas enardecidas, armadas, fanatizadas, lideradas por demagogos sin escrúpulos, decidieron dar la espalda a sus instituciones democráticas y trataron infructuosamente de tomar el poder por la fuerza.
Las similitudes no son coincidencia: al igual que en los Siete Reinos, las instituciones democráticas del mundo enfrentan una fuerte crisis de legitimidad, pues su fragilidad real se ve expuesta cuando los ciudadanos olvidan la importancia de lo que representan y salvaguardan. En las novelas, como en la literatura universal la guerra estalla por la ambición desenfrenada de príncipes, lo mismo que monarcas, que no dudan en utilizar como instrumento de sus designios al pueblo, quien termina pagando con su sangre y desfortuna, el precio.
Afortunadamente, nosotros como sociedad estamos aún a tiempo de decidir dónde pretendemos que resida el poder: en la Constitución, en leyes e instituciones en que se construyeron desde la pluralidad, la diversidad y el respeto al que pensó distinto, o en el frío acero de la espada de los mercenarios de las palabras, que pretenden monopolizarla con su voz la voluntad popular.
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
LSN