Esta semana ha sido especialmente estresante aunque por buenas razones. Hace mucho que no me sentía con la vitalidad que te dan las prisas de los preparativos para un viaje emocionante. Escoger qué te vas a poner, cómo lo vas a empacar y a qué hora lo vas a lavar es agotador. En realidad viajo mucho menos de lo que debería; estoy fuera de cancha para empacar y eso es algo que me angustia desde siempre. Por ejemplo, cuando tenía grabaciones cada semana para hacer cápsulas de los mercados y tenía que hacer una pequeña maleta con dos cambios, maquillaje, peine y demás cosas “imprescindibles” para el caso, terminaba con una petaca lista para viajar a Europa por un mes.
Por eso y otras cosas difíciles de asimilar hace una semana estaba a punto de reventar por tanto pendiente acumulado, así que me fui a refugiar a uno de mis búnkers favoritos, que es el Mercado de Medellín en la CDMX. Oficialmente se llama “Melchor Ocampo”, pero como todo buen influencer se hizo de un nombre artístico porque el suyo no le gustó. Esto sucede con mercados que tienen personalidad propia, como el del Chorrito (bautizado como “Plutarco Elías Calles”), que se llama así porque cuando lo construyeron había una fuente donde la gente iba a llenar sus cántaros en el chisguete de agua que salía, según mi versión favorita
En fin, que me fui a dar la vuelta para recoger un par de vestidos que le había dejado al sastre, para saludar a Doña Meche y a Don Rafael que son adorables y para comer con mi amigo Paris en el “Moloch”, que es el negocio de comida Yucateca que él y su familia abrieron hace ocho años. Necesitaba una sopa de lima para el corazón y aquí tienen una de las mejores que he probado.
El menú es cortito así que no te haces bolas para escoger: tiene cochinita en taco, panucho, gringa, burrito y torta. Los fines de semana cocinan chamorro en pibil y lechón al horno, además la salsa Kut, que es de chile habanero, y las cebollas moradas las son de la casa, así que no hay pierde.
¿Y por qué comí con él? Porque me sentía reventada y comenzaba a deprimirme, así que me urgía comer algo que viniera de una familia con buen sazón, preparado con cariño por las manos de un amigo. Él y su esposa conservan la receta de la abuela, que a su vez la aprendió de su madre y así ad infinitum. Al menos podemos contar 160 años de tradición.
Me gusta saber que estas preparaciones festivas las hizo alguien que amaba a su familia pero que murió hace cien años y que a pesar de ese impedimento, sus descendientes siguieron recibiendo su amor de esa manera. Por eso comer es algo más que una necesidad o un acto mecánico. Al menos para mí, en días de contingencia anímica es un refugio donde me consuelo cuando estoy muy triste porque me siento a la mesa acompañada de gente que me ama y que fue amada por alguien extraordinario que sigue vivo a través de sus recetas.
POR JULEN LADRÓN DE GUEVARA
CICLORAMA@HERALDODEMEXICO.COM.MX
@JULENLDG
MAAZ