Dentro de lo que se conoce como Triduo Pascual, la celebración del Viernes Santo impacta especialmente por hundir su significado más profundo en el misterio de la Redención. Han pasado más de 20 siglos y la Cruz de Jesús —Dios hecho Hombre— sigue provocando escándalo como advertía San Pablo. La Cruz se entiende únicamente desde la perspectiva del perdón y de la reconciliación, sentimientos tan ajenos a la mentalidad de un mundo cada vez más violento, más salvaje e intolerante, un mundo lleno de atrocidades.
Nos estremecen las crueldades de una guerra que parece interminable en las fronteras de Rusia con Ucrania, nos indigna, ¡aún más!, el holocausto de 40 migrantes calcinados en la frontera de nuestra patria ante la indiferencia de gobierno y autoridades. Vivimos secuestrados por el narcotráfico, facciones políticas se confrontan entre sí con afán de destruirse, mientras los poderes económicos que mueven el mundo compiten intentando eliminarse.
El antídoto contra todo odio o confrontación está en la cruz. Para alcanzar el perdón y la reconciliación entre hermanos, hay que contemplar al crucificado que fue capaz, con su sacrificio, de reconciliar al hombre con Dios, tras su caída en el paraíso.
La alianza primera había dado origen a un vínculo gozoso de amor entre el hombre y la mujer en compañía de un Dios que colmaba todos sus anhelos. Extasiados por la belleza de la creación confiada a su cuidado, gozaban de libertad, sólo tenían que pasar una prueba para demostrar fidelidad y adhesión a su Dios: de todos los árboles del jardín podían comer, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no, porque morirían. Transcurrida su existencia en la tierra llegarían a gozar la felicidad del cielo sin pasar por la experiencia de la muerte. Su alianza les garantizaba la vida y la paz.
Fue el demonio —mentiroso desde el principio y padre de la mentira— quien los incitó a desconfiar de Dios, de quien procedía todo bien. Al sugerirles una visión perversa de Dios les invita a comer del árbol prohibido, sugiriéndoles no precisamente ser como dioses, sino convertirse en árbitros de su propia conciencia, gobernarse según sus propias leyes, y decidieron darle la espalda a su creador.
Es la tentación del hombre de hoy y del hombre de siempre, no admitir su condición de creatura, optar por autodeterminarse en la vida, en la muerte, en la sexualidad, hasta el grado de manipular a la naturaleza en función de sus propios deseos. Rota la primera alianza con el Dios de bondad, entra el mal en el mundo, quedando la humanidad dañada en su origen y abandonada a sus propias fuerzas.
Es en la cruz donde Dios instituye la nueva alianza con la sangre de Su Hijo que acepta expiar por los pecados de los hombres, obteniéndoles el perdón y abriéndoles de nuevo los brazos del Padre. Para el cristiano la cruz es el umbral de la última metamorfosis, el comienzo de un mundo nuevo. La cruz revela la locura del amor de Dios por nosotros.
Es en la cruz donde se manifiesta la auténtica ternura del Padre y el verdadero rostro de Dios llegando al extremo de morir por los que ama. La cruz revela que la omnipotencia de Dios no es tiránica ni opresora, sino la omnipotencia del amor que va hasta el final y no se deja vencer por pecado grande que sea la maldad o el pecado.
Desde la cruz Jesús entrega su vida suplicando en un grito con voz potente: Padre perdónalos porque no saben lo que hacen (Lc 23,34), dejándonos así su ejemplo para seguir sus pasos. Sólo contemplando la cruz y haciendo nuestra esa oración serán posibles el diálogo y la reconciliación. Dice el Cardenal Robert Sarah que: “la Cruz es como una montaña que hay que escalar y desde la que se nos permite mirar a los hombres y al mundo con los mismos ojos de Dios, con amor, con ternura, perdón, misericordia y compasión”.
Paz Fernández Cueto
Colaboradora
LSN