COLUMNA INVITADA

Mi querido psicoanalista: ¿Qué diría Lacan?

Me miró con asombro. Me reconoció. Me abrazó. Por segundos sentí la protección más significativa de mi vida

OPINIÓN

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Mónica Salmón / Columna invitada / Opinión El Heraldo de México
Mónica Salmón / Columna invitada / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

Nos invitaron a dar una plática sobre psicología. Yo llevaba un cuaderno amarillo debajo del brazo, pegadito a mí. Sentía que todas las palabras que tenía escritas en él eran un buen augurio, como si tenerlas cerca, pegaditas, fueran a protegerme de todo mal. Supongo que uno debe estar cerca de aquello que nos hace sentir en equilibrio, ya sea un amuleto, una cadena, un manto, un gorro, un sombrero, todo aquello que nos lleve a ese lugar de salvación, a ese lugar que nos hace sentir a salvo. Supongo que al ser atea no me queda más remedio que llevar debajo del brazo mi cuaderno amarillo, al menos eso me da tranquilidad, la tranquilidad de llevar ciertas certezas no necesariamente de psicología ni de amor ni de la vida.  Me da la certeza de cómo mantener vivas a mis orquídeas y eso me lleva a encontrar la belleza y al encontrar la belleza me transporto a mi refugio, porque si mi alma eligiera donde esconderse puedo asegurar que el último lugar sería una iglesia y el primero sería una orquídea. 

Nos pidieron guardar silencio. Nuestros colegas ya estaban al aire y nosotros nos encontrábamos tras una cortina negra. Una señorita me quitaba el brillo de la cara mientras la otra a señas me pedía que levantara los brazos para colocarme el micrófono. 

Lo vi de reojo. Me atrajo su altura, sus hombros anchos. Por la poca luz que había sólo pude ver su perfil. Tuve una sensación extremadamente familiar, pero el nervio que provoca salir en vivo en televisión y las dos señoritas acomodando mi pelo y escondiendo el micrófono supongo que me distrajeron. Él sería el psicoanalista que me acompañaría en el programa de televisión para hablar sobre las etapas del duelo. Nadie nos había presentado y estábamos a tres minutos de salir al aire. La señorita me volvió a distraer haciendo señas para pedirme que le entregara mi cuaderno amarillo, Moví la cabeza de un lado al otro para indicarle que no y le lancé una sonrisa amable con ánimo de que no me volviera a preguntar. Saldría al aire con mi cuaderno amarillo viejito.  Sentí ese miedo escénico que regala una mezcla de vértigo y náusea cuando frente a mí vi una sonrisa blanca encantadora. Fue importante. Vi su mirada verde que con el reflejo de la poca luz se quería tornar azul.  ¡Claro, era el doctor Ginzburg!  

Con temor a que no me reconociera me quise acercar a él lo más pronto posible y decirle al oído en voz baja que era yo era, su ex alumna, su ex paciente. Mi corazón se aceleró más todavía.  Estaba a la espera de un fuerte abrazo. Pero cuando me acerqué lo suficiente, él se limitó a poner su índice en mis labios en señal de que guardara silencio. Con señas me recordó que llevamos puestos los micrófonos. Le sonreí apenada. Todo mundo hubiera escuchado, los micrófonos ya estaban conectados. A pesar del incidente, su mirada seguía siendo ausente, distante, era como si aquellos ojos verdes nunca me hubiesen mirado. ¿Cómo era posible que no me reconociera? Ël había sido mi primer psicoanalista, el primer hombre que sabía mi verdad interna, el primero en conocer mis miedos, mis sueños, mis secretos, mis pesadillas, mi infancia detallada, mis silencios.  ¡Cuánto dolía no reconocerme en su mirada!

Desde mi lugar podía escuchar al doctor Donnato decir: ¨El padre tiene una función de corte, el padre es el que da el permiso para salir más allá, es el que empuja al mundo. El padre es el que prohíbe dentro del núcleo familiar, el que promueve la seguridad.” 

¡¿Cómo era posible que no me reconociera?!

Faltaban dos minutos para entrar al aire. Definitivamente me iba a ser imposible entrar al aire con esa angustia. ¿Qué tanto pude  cambiar en veinte años? Él estaba más guapo que nunca. De hecho, antes nunca había pensado en eso. Yo recordaba que era  un hombre mayor cuando en realidad no era tan mayor. Me llevaba solo trece años y acabo de descubrir que era el estilo de hombre que me gusta. ¿Él era el tipo de hombre que me gusta o era por él que me gustan ese estilo de hombres?  Yo ya no era su paciente. Veinte años atrás había dejado de ser mi psicoanalista. Sabía que no podía hablar, no podía reclamar o el mundo me escucharía. Sin permiso estiré el brazo y tomé la pluma Mont Blanc que llevaba en el bolsillo de su camisa. Abrí mi cuaderno amarillo y escribí: 

“La NO respuesta es al mismo tiempo una respuesta.” 

Me miró con asombro. Me reconoció.  Me abrazó. Por segundos sentí la protección más significativa de mi vida, las lágrimas me brotaron como en cascada. 

Por segundos me sentí sumamente protegida. En el abrazo lo tomé del cuello, tapé su micrófono, también el mío y le dije al oído: “El silencio me hizo daño. Hay que saber bien cómo y cuándo el silencio es respuesta; que usted y el mundo sepan que odio a Lacan.” 

Desperté empapada en lágrimas. Me incorporé buscando el micrófono y la mirada de mi psicoanalista. Todo había sido un sueño pero todo era real. “El tesoro de los significantes”, diría el maestro Lacan. La palabra no pronunciada no está desprovista de efectos. Lo no dicho puede lastimar, lo no dicho puede herir, puede sangrar. Si como dice Lacan el inconsciente es la huella y el camino, 20 años después estoy soñando con mi terapia, con mi psicoanalista, con su silencio, con lo que ha callado. ¿Qué esconde el silencio? Esconde mentiras, secretos, ilusiones, sueños, verdades, miedos, excusas, dolores, desinterés. Sobre todo, esconde lo que uno es capaz de imaginar y mi imaginación es profunda, aquí estamos en mi sueño, veinte años después reclamando su silencio.  ¿Por qué estoy soñando con usted Dr. Ginzburg?  ¿Qué diría Lacan si supiera que hace veinte años lo que necesité fue un abrazo, no un largo silencio?     

POR MÓNICA SALMÓN

PSICÓLOGA ESCRITORA

INSTAGRAM. @MONICASALMON_ 

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