Barrow-in-Furness es una comunidad inglesa, el 98 por ciento de cuyos 56 mil habitantes son blancos. Hace poco más de tres años una integrante de esa mayoría étnica –Eleanor Williams, hoy de 22 años– acusó de trata de personas, violación y abuso sexual a Mohammed Ramzan, hoy de 43, parte de la pequeñísima comunidad pakistaní de Barrow.
Williams se fotografió con moretones en el rostro y los brazos y un meñique mutilado y subió las imágenes a Facebook, donde identificó a Ramzan como cabeza de una organización de trata de mujeres que habría empleado a otros dos habitantes de Barrow –ambos blancos– quienes también la habrían violado, uno de ellos a punta de puñal. De acuerdo a su relato, y a su posterior testimonio, la culminación de los abusos habría sido un viaje a Ámsterdam contra su voluntad, en el que habría sido vendida al mejor postor en un burdel.
Resultados: Williams acumuló 100 mil seguidores en Facebook; la policía identificó 151 delitos ligados a su denuncia, incluidos varios crímenes de odio, cuya cifra se vio triplicada en el verano de 2020; un restaurantero indio, sin vínculo al proceso judicial, fue objeto de repetidos actos vandálicos en su negocio; otro, pakistaní y también ajeno a la denuncia, reporta pérdidas anuales por 80 mil libras esterlinas y actos no sólo de vandalismo contra su establecimiento sino de violencia racial contra su persona.
Estos datos figuran en dos notas publicadas en el periódico The Guardian –acaso el más progresista del Reino Unido– que reportan que ayer un jurado integrado por seis mujeres y seis hombres concluyó que Williams no había sido objeto de uno solo de esos delitos; el juez exoneró a los acusados y la sentenció a ella a más de ocho años por prevaricación; el mismo día Williams publicaba en su Facebook “Sé que no es excusa pero era yo joven y estaba confundida… Estoy devastada por los problemas causados en Barrow. Si hubiera sabido qué consecuencias tendría esa publicación nunca la habría hecho”.
Tres años de investigación arrojan que los golpes y mutilaciones fueron autoinfligidos con un martillo que la denunciante misma compró; las interacciones digitales con ella provenían de seis celulares descubiertos en su posesión, poblados por aplicaciones cuyos perfiles de usuario eran rastreables a su propio domicilio; nunca tuvo trato personal con los acusados; el viaje a Ámsterdam lo hizo con su hermana, para festejar su cumpleaños. La psiquiatra que la evaluó concluyó que muy probablemente haya sido víctima de algún hecho traumático que la llevara a urdir esta historia pero claramente de nada de lo que denunció.
Urge justicia para los cientos de miles –acaso millones– de mujeres violadas cada año. Urge también para el puñado de hombres acusados de manera injusta o falaz. Es ésa la función del debido proceso.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
IG: @nicolasalvaradolector
LSN