Si la belleza física convencional fuera indispensable al estrellato, muchos se habrían quedado en el camino. Una ojeada a la lista de las que el American Film Institute considera las 50 estrellas más rutilantes de todos los tiempos es pródiga en ejemplos: los ojos desorbitados de Bette Davis, la desproporción entre el torso y las piernas de Judy Garland les habrían dificultado el concurso de belleza.
Y lejos están Humphrey Bogart –con su labio paralizado– o Spencer Tracy –con su rostro mofletudo– del estereotipo del Príncipe Azul. Si estos y otros actores –piénsese en Adam Driver o en Flor Edwarda Gurrola o en Libertad Lamarque– han encabezado repartos y hecho marcado el imaginario es porque tienen lo que el británico Richard Dyer llama “narrativa estelar”: encarnan valores aspiracionales, o cuando menos entrañables.
No serán bellos pero Davis es una fuerza de la naturaleza, Bogart un estoico triste, Gurrola una rara fascinante, Lamarque una víctima noble, personalidades construidas a partir de una lectura que amalgama sus roles en pantalla con lo que sabemos de su vida: tanto pesa en la idea que nos hacemos de Davis All About Eve como su rivalidad con Joan Crawford; tanto en nuestro concepto de Gurrola Carrusel como su vínculo con un padre provocador y genial.
En ese contexto, hoy la filmografía de Gérard Depardieu es un problema cultural. Una de las grandes leyendas del cine francés, Depardieu es su narrativa estelar –la del bruto con formas toscas, un atractivo sexual inesperado y un corazón de oro–, construida a través de algunas grandes películas y prolongada en una personalidad allende la pantalla que hasta hace poco era leída como de un desparpajo vulgar y acaso machín pero simpático e inofensivo.
El mito resistió una denuncia de violación, por la que Depardieu fue juzgado inocente en tribunales: pese a otros rumores de abuso sexual, el mundo le daba el beneficio de la duda. Hoy ya no es posible: un video de reciente circulación lo muestra hacer una caricatura grotesca de todas las mujeres como insaciables máquinas sexuales, poner a su traductora en situaciones francamente incómodas –rayanas en el acoso–, sexualizar a una niña, comportarse como un patán. Acaso quepa la posibilidad de que no sea un delincuente; un buen tipo seguro no es.
Difícil será quitarnos esa imagen de la cabeza cuando lo veamos en la Novecento de Bertolucci, la Maîtresse de Schroeder, La Femme d’à côté de Truffaut o la Potiche de Ozon. ¿Qué hacemos con esos títulos clave en la filmografía de sus directores y otros igual de importantes de Resnais, Wajda, Godard, Chabrol? Cancelarlos sería injusto. Hoy, sin embargo, han adquirido una nueva lectura, nada agradable.
El trabajo del espectador nunca termina. No siempre es placentero. Siempre es fascinante.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
IG y Threads: @nicolasalvaradolector
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