COLUMNA INVITADA

Ayotzinapa, una ficción en la flecha del tiempo

Ahora somos polvo esperando que la brisa nos levante y nos lleve a donde haya esperanza.

OPINIÓN

·
Diego Latorre / Columna invitada / Opinión El Heraldo de México
Diego Latorre / Columna invitada / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: El Heraldo de México

Fue el Estado! Les hablo así, pues es pasado, historia trunca…

Con el teléfono de Sebastián llamé a casa. Mi viejo contestó. Oyó la balacera, me dijo sácate de ahí. Se cortó la comunicación. Caí al piso del camión. Empecé a sangrar. Me reventaron el cachete de un balazo y seguía vivo. Salté por la ventana. Azoté en el pavimento y me arrastré para meterme por debajo del autobús.

A Julio César lo estaban machacando. Sus gritos eran lo único que yo oía. Se ensañaron con él, y aunque suplicaba, los malditos lo hicieron sufrir. Lo pelaron vivo como una mandarina mientras le gritaban que, así de pinche feo no lo iba a reconocer ni su puta madre. Pero él los miró, desollado y con desprecio les clavó los ojos para que supieran que esa cara humana desangrándose los iba a mirar siempre, por eso uno le dijo a otro —quítale los ojos—; y aún así, Julio, tuvo la fuerza para mandarlos al diablo hasta que una bala le partió el cráneo en dos.

Nos agarraron a todos. Julio César y otros cinco quedaron tendidos en el lugar de la emboscada.
No podía sostenerme en pie y hablaba quedito con mis compañeros. Estábamos asustados, confundidos, ¿por qué la policía se había ensañado así?

Nos echaron como basura a unos camiones. En dos por tres metros, así hacinados, no se podía respirar. Aire nos faltaba. Yo fui en el más grande y junto a mí de pura asfixia, se quedaron cinco o seis.

Ya tendría que haber muerto, pero estaba vivo para atestiguar lo que hicieron con nosotros.
Nos entregaron a unos cabrones. Eran almas sin rostro. Les dijeron que —por regalo del presi — que somos vándalos y huevones, amenazamos el negocio. El intercambio fue lejos de donde nos emboscaron. Uno de estos cabrones nos vio de frente y nos escupió un gargajo que me cayó en la frente.

Nadie decía nada ni el ánimo hablaba. Contuvimos la respiración para ahorrar el poquito aire que nos tocaba. Nos pasearon un rato más por una terracería hasta que llegamos a un lugar donde reinaba un silencio aterrador. Bajaron primero a los del camión más chico, pues oímos cómo gritaban y el balazo que los apagó uno a uno.

Se oía feo, a muerto, a destino corto.

Nos tocó el turno. Antes de mi desfilaron diez o quince, no sé. A los que ya estaban muertos, nomás los arrastraban, a nosotros, a puntapiés. Uno de estos cabrones con su machete tasajeó a dos de mis compañeros, y sus gritos quedaron ahogados en la inmensidad de la noche.

A mí me jalaron de las greñas —¡pinche putito, no te has muerto!—. Me pusieron de rodillas y me pegaron un tiro que entró y salió. Vi cómo la bala rebotaba en el suelo. Seguía vivo, porque tenía que atestiguar todo lo que hicieron.

No me preocupé por cerrar los ojos. Nadie me veía. Inmóvil, apilado con mis compañeros nos fuimos columpiando al vacío. Allí quedamos todos.

Ahora somos polvo esperando que la brisa nos levante y nos lleve a donde haya esperanza.

Por: Diego Latorre López

@diegolgpn

EEZ