COLUMNA INVITADA

Novelar sin ficción

En El arte de la ficción Henry James sentenciaba: la única razón para la existencia

OPINIÓN

·
Pedro Ángel Palou / Colaborador / Opinión El Heraldo de México
Pedro Ángel Palou / Colaborador / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Foto: Especial

En El arte de la ficción Henry James sentenciaba: la única razón para la existencia de una novela es que intente representar la vida. La novela, dice, debe ser resultado de alguna directa impresión o percepción de la vida. No hay verdad más nutritiva que esa perfecta dependencia del sentido moral de una obra de arte respecto de la cantidad de vida sentida implicada en su producción.

Cuando escribí mi novela Morelos: Morir es nada pensé siempre en eso. Después de una dilatada investigación histórica la esterilidad literaria había venido a suplantar la pasión inicial con la que había asumido la empresa de su escritura. Había terminado pues la parte de la cacería que menos se parece a una aventura con cuernos y sabuesos y no sabía cómo seguir adelante. Revisaba entonces el último proceso jurídico –al alimón de la fantástica obra de Vicente Leñero, El Martirio de Morelos y de la transcripción de las actas judiciales- cuando llegó a mí la narradora de esta historia.

De las tres mujeres que Morelos acepta hay una anónima, con la que tuvo una hija y ambas están en Nocupétaro el pueblo de su querido curato, afirma en su tercer juicio. Brígida Almonte –madre del finalmente infausto Juan Nepomuceno- y Francisca Ortiz, Pachita, madre de José, nombrado como su padre, tienen nombre y quizá un rostro. La otra se desdibuja, acaso en un gesto casi póstumo para defender su integridad y sus precarios presentes.

Allí nació el único personaje de ficción de este libro, en tanto me tomo la libertad de imaginarla puesto que también existió y su presencia significó lo mismo una libertad que una responsabilidad. Andrés Manuel nos ha acostumbrado a una reescritura caprichosa de la historia. Esa es su novela política, no mi proyecto literario.

A pesar del prurito de la verdad al novelista le preocupa más la verosimilitud. Y que conste que detesto esa idea de que el novelista escribe la verdad de las mentiras. El verdadero novelista construye verdades otras, simbólicas, que vienen a arropar el edificio incompleto de la imposible Verdad con mayúsculas. Le preocupa el alma humana, además. Las razones atrás de las acciones.

Yo también hice mis Apuntes de Sebastopol, al estudiar con cuidado la novela de Ernst Hemingway sobre la primera guerra mundial y descubrir que la falsa autobiografía (aún ahora muchos creen que el muchacho que conducía la ambulancia en el frente italiano es el mismo de la novela, Adiós a las armas) es una reconstrucción a toro pasado. Hemingway no estuvo nunca en ese frente ni presenció esas batallas, aunque sí había leído con cuidado a Stephen Crane, quien tampoco vivió la guerra que narra en su espléndida novela corta La roja insignia del valor.  

Henry James se lamenta en el prólogo de su La Princesa Casamassima de los malos narradores que vuelven a sus personajes demasiado interpretativos frente al enredo del destino, lo que los torna demasiado visionarios o pedantemente inteligentes. ¡

La casa de la ficción no tiene una sino un millón de ventanas. Cada una de esas ventanas ha sido o es susceptible de ser perforada por la presión de la voluntad individual. Siempre he sostenido que narrar agota, que se trata de un esfuerzo físico, no sólo intelectual. Son los ojos que ven desde esas ventanas lo que realmente importa. La novela es el arte de exponer en toda su dimensión la perplejidad, la ambigüedad, el abismo.  Busco escribir desde una tradición nacional. 

En México la novela histórica no es un subgénero menor de nuestra narrativa sino, desde siempre un frondoso árbol del que se desprenden muchas ramas menores. Quizá desde que la novela se pudo llamar así en nuestras tierras fue histórica. El periquillo sarniento de Lizardi puso la muestra que Manuel Payno con su Bandidos o con su Fistol del diablo coronó en el siglo XIX (pero son el botón de una muestra enorme que incluye a Riva Palacio y sus novelas coloniales e incluso al Zarco de Altamirano).

La primera gran novela del siglo XX en México fue histórica, también: Los de abajo, de Mariano Azuela. Y lo son a su manera Al filo del agua, de Agustín Yañez, El luto humano de José Revueltas y Pedro Páramo de Juan Rulfo. Las tres marcan lo que yo llamo la mayoría de edad de la novela mexicana. Quiero ser un digno nieto de esos abuelos escritores.

Pedro Ángel Palou
Colaborador
@pedropalou

MAAZ