El Ejército se ha mantenido históricamente como la institución más respetada –junto con el INE y la Iglesia católica- y admirada del México moderno. No hace mucho tiempo, de acuerdo con mediciones del Latinobarómetro, los ciudadanos en nuestro país le daban una calificación arriba de ocho en una escala del uno al 10; para ponerlo en perspectiva, a los polis y diputados se les otorgaba un tres.
Esto ha cambiado paulatinamente y cada vez es más común ver videos en redes sociales donde la población agrede a militares o son motivo de burla por parte de integrantes de grupos criminales. A quienes tenemos respeto y afinidad por las fuerzas armadas nos lastiman esas acciones, como también duele ver que el Ejército y la Armada dejarán de existir como las conocemos.
Con la llegada del gobierno de López Obrador ha habido un cambio de paradigma en el combate al crimen, pero también hay una intención de debilitar a las fuerzas armadas. Con la transferencia de la Guardia Nacional no se militariza al país, sino que se policializa al Ejército.
La nueva orientación consiste en pensar que el uso legítimo de la fuerza promueve una espiral de violencia. La retórica oficialista pone el énfasis en atacar las raíces del crimen y no sus consecuencias. De acuerdo con el gobierno, mientras haya desigualdad y pobreza en México habrá violencia.
Los abrazos y no balazos no sólo han probado ser un fracaso, también han mermado de manera indeleble a la milicia. Solapar y fortalecer la presencia criminal en amplias regiones del país debilita al instituto armado, tanto como las prebendas, canonjías y
negocios otorgados a los jefes y oficiales merma la reputación y viabilidad de las instituciones militares.
La incorporación de la Guardia Nacional a la Sedena irá acompañada de corrupción, malos manejos y prácticas ajenas al código de conducta militar. En cambio, el Ejército recibe la manzana envenenada y ahora serán los responsables de la estrategia de seguridad y del mayor fracaso de esta administración.
Pareciera una evidente contradicción, pero no la hay, es más grave: el Ejército hará tareas de seguridad, seguirá en las calles, pero sin usar la fuerza contra los criminales que “también son pueblo”. Y desde esos lugares comunes y frases simplonas se está tejiendo una narrativa aparentemente contradictoria, pero con fondo perverso: mantener a “la institución de instituciones” pero desnaturalizándola y poniéndola al servicio de una realidad inexistente.
Lo paradójico es que la renuencia a utilizar la fuerza legítima hoy muy probablemente llevará a utilizarla de manera desmedida en el futuro. La llamada estrategia de pacificación ha sido hasta ahora causante del período de mayor violencia en la historia reciente del país.
De acuerdo con todas las mediciones demoscópicas, la violencia y la inseguridad son los más graves problemas que enfrenta el país. Antes de que concluya el sexenio serán los marinos y soldados los que cargarán con la responsabilidad de ser los artífices de los abrazos y los culpables de la crisis en seguridad más grave de la que se tenga memoria.
El actual Jefe de las Fuerzas Armadas ha sido congruente con la visión del Ejército que sostenía desde la oposición, donde las juzgaba por ser enemigos de la izquierda y símbolo de represión. Ahora lo manifiesta en un desprecio por la actuación del Ejército dentro de sus tareas cotidianas y responsabilidades naturales.
A las Fuerzas Armadas no sólo se les ha designado como responsables del fracaso en seguridad; también son ahora quienes tienen a su cargo las aduanas y puertos, la distribución de medicamentos, la regulación de riesgos sanitarios, el desarrollo de infraestructura, la construcción de sucursales bancarias y cualquier otra que al Primer Mandatario se le ocurra. En unos años, los ciudadanos exigiremos cuentas sobre su gestión al frente de todas estas encomiendas y parece imposible que puedan salir avante.
POR ALEJANDRO ECHEGARAY
COLABORADOR
@aechegaray1
MAAZ