El informe presentado la semana pasada por la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia en Ayotzinapa, y la posterior detención del que fuera procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, han puesto nuevamente en el centro de la atención y la agenda pública los hechos trágicos y criminales sucedidos en Guerrero en 2014.
Para no repetir ni las conclusiones de la Comisión ni lo argumentado por la FGR, entro directamente a los que me parecen los tres puntos centrales de la investigación, pero sobre todo de lo que se ha venido a llamar ahora un crimen de Estado.
El primero es la que yo llamaría la gran deficiencia de Estado, que ciertamente es criminal, pero también crónica en nuestro país: la procuración e impartición de justicia.
La desaparición y casi seguro asesinato de los 43 jóvenes la ilustra a la perfección: fuerzas policiacas que colaboran abiertamente con el crimen organizado, autoridades locales y estatales que hacen lo mismo, en perjuicio de ciudadanos inermes, indefensos. Lo de Ayotzinapa escandaliza por su dimensión y visibilidad mediática, mas no por inusitado: desde tiempos inmemoriales las “fuerzas del orden” mexicanas han estado detrás de muchas atrocidades similares en el pasado.
En segundo lugar, la politización y polarización de un asunto que en cualquier país hubiera sido motivo de coincidencia, casi de unanimidad: la escandalosa e inaceptable desaparición y masacre de 43 jóvenes estudiantes terminó siendo justificada o minimizada por muchas voces que, como ya es costumbre en México, decidieron mejor culpar a las víctimas.
Finalmente, la fragilidad e inoperancia de un sistema que permite y cobija cotidianamente las persecuciones político-judiciales, que han sido y siguen siendo triste práctica y costumbre.
Todo esto nos lleva a la triste pero no inevitable realidad que hoy enfrenta México: hemos —colectivamente— tolerado y por lo tanto propiciado un sistema en el que sólo una parte menor de los delitos son denunciados y en el que un porcentaje irrisorio de esas denuncias terminan en sentencias condenatorias, pero, y este es un gran pero, en el que muchísimas personas inocentes permanecen encarceladas, lo mismo por cuestiones políticas, venganzas personales o por su condición de pobreza, desconocimiento de la ley o, incluso, en el caso de comunidades indígenas, del idioma español. Un país que permite que cotidianamente los delincuentes caminen libres, mientras que los inocentes purgan condenas, en el que el aparato judicial es utilizado cotidianamente contra adversarios políticos, en el que —y esto es lo más grave y preocupante— todas estas prácticas ya son cosa común desde hace décadas, o hasta generaciones.
Este es el verdadero crimen de Estado: que los políticos nos hayan endilgado este sistema y que los ciudadanos, por indiferencia o por temor, lo toleremos.
Y lo peor que podemos hacer es politizarlo o partidizarlo: sucede hoy, como ha venido sucediendo desde que tenemos memoria.
POR GABRIEL GUERRA
COLABORADOR
GGUERRA@GCYA.NET
@GABRIELGUERRAC
CAR