El furor por la estadidad de las dos Californias mexicanas, aunado a su vertiginoso poblamiento, despertó un sano “nacionalismo local”, interesado en escarbar en los orígenes de la región, sus primeros contactos con los europeos y el desarrollo ulterior como parte de México. Varios fueron los estudiosos de las Californias (incluida la norteamericana) que se dieron a la tarea. Uno de ellos, Michael Mathes, angelino egresado de la Universidad de Nuevo México e investigador en la Universidad de San Francisco.
Mathes fue uno de esos “gringos” enamorado de México. Pasaba y pasaba días y semanas conociendo y reconociendo los parajes de una región que fue “colonizada” a ritmo distinto del resto de México o de Estados Unidos.
Celebré su presencia en los simposios de la Asociación Cultural de las Californias, uno de ellos en La Paz, donde lo conocí, como representante del gobierno de BC.
¿La leyenda de la reina Calafia lo fascinaba?, ¿a quién no? Imaginen una matrona mulata, en un reino de amazonas, dueñas de las perlas del golfo y los sortilegios del mar Bermejo; leyendas aprendidas de sus pláticas con los escasos descendientes de Pericúes y Guaycuras.
Disertador y defensor de la indisoluble unidad de las tres Californias, y del parto sangriento de la República del Oso, a raíz de la injusta guerra de ocupación norteamericana. ¿Qué sería más cruel, ese suceso o la marabunta que llegó con la fiebre del oro en 1848?
Mathes, descriptor del “Fondo misional de las Californias” y de la influencia de Franciscanos y Jesuitas, rebautizando los sitios indígenas con nombres que sobreponían a la toponimia de vocablos agudos: Mulegé, Comondú,
La Asociación Cultural de las Californias reunía a los historiadores que comulgaban con el tema. Al desaparecer sus integrantes, el membrete se incrustó en la historia como testigo mudo del amor de aquellos que le dieron vida, escrutando el ser y vivir de esa tierra remota, desconocida por quienes ahora la habitan, ignorando sus orígenes.
POR ANTONIO MEZA ESTRADA
COLABORADOR
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