Lo empecé a sentir inmediatamente: mi cuerpo respondía con gratitud a esa caricia. Sí: el cuerpo tiene memoria; reverdece al menor estímulo. Por primera vez en más de dos décadas, los lácteos dejaron de dejarme noqueado, inconsciente, como para una siesta de tres horas, con todo y que ese día me los había empujado con unas Ruffles (azules, claro: no somos animales).
Y era apenas el principio. Un ratito después, los kilos extra de la pandemia dejaron de sentirse con tanta crueldad: el pantalón no estaba ya tan ceñido a la cintura; el cuerpo de aguacate empezaba a desaparecer. Para mi sorpresa, en vez de anestesiarme con Netflix, como todas las tardes en que como con tequila, volteé al rincón, donde descansan desde hace años el bat y el guante Palomares de mi adolescencia, y sentí unas ganas incontenibles de irme a fildear y macanear. Incluso mi hijo, que solía avergonzarse de mi aspecto cuando hacíamos boxeo juntos, y miren que fue antes de la pandemia, me dijo: “Papá, te veo muy bien. Más erguido, más ligero para caminar, menos arrugas, no tan verde”.
Por la tarde, empezaron los mensajes de algunos amigos: “Hermano, estoy funcionando a tope sin viagra, cialis y ese tipo de cosas. Vacié las cajas en el excusado, mientras mi esposa me sonreía desde la habitación. Todo estaba en la mente, caray”. Porque también la salud mental empezó a mejorar en la población a un ritmo acelerado.
Lo noté en la llamada del banco, la enésima de la semana para exigirle a “Elizabeth” que pague lo que debe. En vez del colérico “¿Cómo chingaos les hago entender que no soy Elizabeth?” con el que respondía hasta 36 horas antes, sentí un ramalazo de comprensión por esa persona con acento, no sé si venezolano ,que probablemente cobra dos pesos por machacar a los morosos en el teléfono: “Entiendo que está cumpliendo con su deber, Ronald —le dije con voz suave—, pero no soy Elizabeth; este no es su número. Ojalá corrijan su base de datos. Le mando un saludo afectuoso”. Al mismo tiempo, sentí el placer inigualable del vacío de dolor: ya no me torturaba el ligamento cruzado de la rodilla derecha, con todo y que la temperatura estaba por debajo de 26 grados.
La cosa es que, sorprendido, temeroso de estar ante ese momento de efervescencia física que antecede a la muerte, le llamé a mi doctor, un figurón en conocido hospital del sur de la Ciudad de México: “Víctor, no sé ni cómo explicarte esto. Te hablo porque estoy demasiado bien. Sé que suena ridículo, pero…” “No me expliques, Julio. Es la cuarta llamada de este tipo en una hora. Lo que te pasa es perfectamente normal: se debe a la desaparición del Horario de Verano. Vamos a estar sanos nivel Dinamarca”.
Esta vez, esta columna, señor Presidente, diputadas y diputados, es solo para decir: Gracias. La Cuarta va.
POR JULIO PATÁN
COLABORADOR
@JULIOPATAN09
MAAZ