LA NUEVA ANORMALIDAD

No despegamos

Llevo tres horas encerrado en un espacio sin ventanas, a poco menos de un kilómetro de la puerta más cercana, rodeado de miles de personas

OPINIÓN

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Nicolás Alvarado / La nueva anormalidad / Opinión El Heraldo de México
Nicolás Alvarado / La nueva anormalidad / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

Llevo tres horas encerrado en un espacio sin ventanas, a poco menos de un kilómetro de la puerta más cercana, rodeado de miles de personas, cientos de las cuales llevan el rostro desnudo para mejor poder comer y beber en proximidad de otras. (Siento su aliento perseguirme, y acaso infiltrarme.)

Si bien me di un regaderazo hace apenas unas horas, si bien me he lavado ya tres veces las manos desde que llegué, si bien recurro cada tantos minutos al gel antibacterial y me froto las manos con vigor de exorcista, me siento sucio. Podría consolarme diciéndome que al menos no soy un covidiota –aun si con esquema completo de vacunación, he vuelto a enclaustrarme desde que advinieron La Tercera Ola (que no es aquí un libro de Alvin Toffler) y La Corriente Delta (que no es la secuela que Daniel Sada no escribió)–, ya sólo porque no voy a restaurantes ni a fiestas, y mucho menos me precipito a reunirme con las hordas que acuden entusiastas al llamado del Gobierno de la Ciudad de México a fomentar las aglomeraciones en el Zócalo. Pero covidiota soy ya sólo porque estoy en un aeropuerto.

De dónde pasaré a encerrarme una hora con más de cien personas en un avión. Que habrá de depositarme –inevitable corolario– en otro aeropuerto atiborrado.

Diré en mi descargo que éstas no son vacaciones sino un viaje de trabajo, que resistí 17 meses antes de acceder a abordar de nuevo un avión, que sólo pasaré una noche (y ni siquiera una jornada completa) fuera de casa, que puse como condición que mi habitación de hotel dispusiera de una ventana funcional (para poder dejarla abierta), que no me he quitado el cubrebocas KN95 –ni me lo quitaré, y traigo tres de repuesto en la maleta de mano– desde que salí de mi hogar. Buenos protocolos sanitarios todos.

Inútiles si llegara yo a tocar una superficie contaminada e, inconsciente, me llevara una mano al rostro antes de lavarla. Concederé que una cosa feliz tiene la experiencia: ver que la mayoría de los viajeros y de los trabajadores lleva el cubrebocas bien puesto (salvo el tipo de la sala movil que lo trae en modo descansapapadas, las narices al viento, y que está –¡ay!– a menos de un metro de mí… por no hablar de los que se hartan de tacos y pizzas y cocas y güisquis como si tal cosa).

De poco vale esto, sin embargo, cuando la infraestructura aeroportuaria de la Ciudad de México se revela insuficiente, cuando se hacen filas en el apretado espacio dedicado a la revisión de seguridad, cuando la falta de posiciones aeronáuticas suficientes redunda en proverbiales horas de retraso, a la ida como a la vuelta, que es menester pasar en una suerte de plato de Petri a escala humana.

Alguna vez volar fue ocasión para el glamour. Después mutó en experiencia banal y acaso humillante. Nueva vuelta de turbina: hoy es un deporte de alto riesgo.

POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
@NICOLASALVARADOLECTOR

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