El mundo entero se encuentra estancado en una crisis sin precedentes. No solo refiero a las ocasionadas por la Covid-19, la de salud y sus implicaciones económicas, también esta pandemia ha puesto bajo la lupa la crisis política en la estamos situados. Cada día es más evidente la percepción de desconexión entre lo público y lo privado, entre gobiernos y sociedades, pareciera que aquel pacto hobbesiano que menciona la cesión de soberanía individual para la obtención de un bien colectivo superior, estuviera por colapsar.
De igual manera, la democracia, el régimen político triunfante tras la Guerra Fría, ese vehículo infalible para llevar mayor bienestar e igualdad a la ciudadanía también se encuentra contagiado por el virus de la desconfianza. Durante esta epidemia mundial se ha podido observar a los distintos mandatarios hacerle frente al coronavirus desde distintas ópticas políticas y administrativas, por un lado en regímenes autoritarios como China se atendió de manera eficaz, podemos ver que en EE.UU., el país de la democracia liberal por antonomasia, ha sido errático en su toma de decisiones. Es claro que esto puede llegar a minar la democracia en su conjunto.
Asimismo, donde considero que está la piedra angular de las crisis política y democrática es en el sistema de partidos. Hoy los partidos políticos cada vez se encuentran más lejos de la ciudadanía. Peter Mair, politólogo irlandés, decía en la frase introductoria de su libro (inconcluso) Gobernando el vacío que “La era de la democracia de partidos ha pasado”, en relación a que los partidos políticos “se han desconectado hasta tal punto de la sociedad en general y están empeñados en una clase de competición que es tan carente de significado que ya no parecen capaces de ser soporte de la democracia en su forma presente”. Y tiene razón.
Los partidos políticos, el medio de representación de la democracia representativa, se han convertido en entidades carentes de ideología, de sentido de pertenencia y de representatividad para la ciudadanía en general, desde finales del siglo pasado y hoy más que nunca lo podemos ver incluso en su vida interna. Desbandada de militancia, problemas graves de financiación, pérdida de identidad, escasez de posicionamientos y, sobre todo, alejamiento de las inquietudes o problemáticas sociales, acarreando un imaginario colectivo de ilegitimidad.
En este sentido, en nuestro país es notoria cómo los partidos políticos se encuentran extraviados dentro del cartesiano político, sus coordenadas ya no los sitúan en posiciones ideológicas y de operación acordes a sus respectivos nacimientos. Ya no representan claramente -izquierdas o derechas-, libertades o conservadurismos, cada partido político defiende ciertas temáticas dependiendo si estas les traerá dividendos electorales en el corto plazo, como menciona Panebianco, solo son parte de la maquinaria electoral. Por esto es entendible que, a partir de la reforma de 2012, las figuras de “candidaturas independientes” hayan tomado fuerza, pues militantes, simpatizantes y ciudadanía ya no sientan una representación de sus creencias y razonamientos con los partidos.
Con esto no quiero decir que sea deseable la desaparición de los partidos políticos, de la democracia o de la política misma, al contrario. Es urgente y necesario hacer las reformas pertinentes y profundas dentro de los partidos, tanto en sus recursos institucionales, transparencia, estatutos internos, ideología, etc., para que resurjan de, desde y para la ciudadanía. Generar confianza, contrapesos al gobierno, opiniones y acciones focalizadas en la sociedad es lo que se requiere para alcanzar, por fin, una democracia sólida en nuestro país.
[nota_relacionada id=1101079]POR ADRIANA SARUR
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