Haz tu denuncia aquí

Bitácora del Autoexilio No. 4

OPINIÓN

·

Una mañana del 30 de abril de 1978, fui por primera vez a un festival escolar, y me senté entre los papás y mamás que como yo estábamos aún más nerviosos y preocupados que los pequeñitos disfrazados de pollitos, que detrás del improvisado teatrito, se preparaban para cantar esa canción que de tanto oír a mi hija ensayarla durante varios días, me la sabía ya de memoria, con todo y coreografía.

En cuanto vi a Lisa, mi pequeña hija salir al escenario, cualquiera de las muchas y muy grandes estrellas que por mí profesión había tenido la oportunidad de ver, escuchar y grabar para la televisión, perdieron todo su brillo.

Desde aquel día, un día del niño, comenzó mi “trayectoria” como papá espectador de tantos y tantos festivales, que puedo decirles sin falsa modestia, que me he convertido en todo un especialista en armar disfraces, ensayar canciones y bailes, y convencer a mis pequeños de perder el pánico escénico, que por cierto, yo mismo no he logrado superar cada vez que alguno de mis hijos sale al escenario.

Pero llegó la infame pandemia, nos recluyó desde marzo y  ahora apunto de llegar el 30 de abril, todo indicaba que este 2020 no habría festival, ni ensayos de canciones, ni disfraces, ni mamás o papás sentados nerviosos en las sillas de un  patio escolar decorado con globos de superhéroes y princesas, ni papel crepé, juegos inflables y mucho menos  puestos de kermesse y música de Timbiriche y Tatiana en los altoparlantes.

Esta vez la fiesta tendría que ser muy distinta, pues no por estar en plena contingencia podíamos dejar pasar de largo la ocasión de festejar a los niños en estos tiempos complicados,  en los que romper la rutina y traer un poco de alegría a la casa se planteaba como un reto difícil al que habría que echarle mucha creatividad.

Desde una semana antes del 30 de abril, los papás y mamás del colegio de mis hijas nos pusimos de acuerdo a través de la multicam Zoom y a escondidas decidimos que esta vez el festival se tendría que hacer en la casa de cada familia, y que el espectáculo lo tendríamos que hacer no solo de una forma virtual, ¡sino total! Y para hacer de este festejo algo único e inolvidable, nosotros, los padres de familia ¡teníamos que convertirnos ese día en niños y volver en mente y corazón a nuestros días infancia!

Al principio, la idea me pareció genial y no le vi ningún problema… hasta que caí en cuenta de que el niño que fui estaba aún en mí, en algún lugar de mi memoria, pero lo primero que tendría que hacer sería rescatarlo del olvido a punta de recuerdos, y hacia allí me dirigí…

Abro la puerta de mi casa, me subo a la bicicleta y junto a mí esta July, mi hermana, que me reta a unas carreritas de la casa al parque. Nuestra generación fue de las últimas en salir a calle sin tener miedo, brincábamos charcos, nos mecíamos en columpios de metal oxidado, tomábamos agua de la manguera del jardín, no usábamos cascos, ni bloqueadores solares; teníamos tres meses de vacaciones en donde acumulábamos raspones en las rodillas y moretones de batallas a terronazos; los conflictos se resolvían con un “pin, pon, papas”, las canicas, los trompos y los yoyos eran tesoros invaluables; las muñecas no hablaban y los pastelitos eran de lodo; el perro amigo no tenía correa y te acompañaba a todos lados, inclusive a la tiendita de la esquina, donde unos cuantos pesos de “domingo” podías comprarte una bolsota de dulces y golosinas que te engullías en unos cuantos minutos, y no te pasaba nada…

Fueron tiempos de matinees, de Teatro Fantástico de Cachirulo, del Tío Herminio y Cri Cri, de inventar nuestros propios juguetes con una caja y algunos ganchos de ropa que mágicamente se transformaban en autos, trenes, aviones, casas de muñecas, o cohetes espaciales en donde Flash Gordon conquistaba Marte.

Compartíamos una coca cola de cristal de boca en boca después de la reta, y con cuatro piedras y una pelota durísima de cuero armábamos tardes de gloria o derrota en la tierra suelta de un parque o de coladera a coladera en cualquier calle de la colonia. Para ir a la escuela tomábamos el camión y lo esperábamos en la esquina, cargados hasta el tope de libros con una mochila en la espalda.

Nuestros amigos eran “la palomilla” de la cuadra y como no había celulares ni redes sociales, para salir a la calle, bastaba un  chiflido, un grito o a veces, una piedrita en la ventana. Teníamos amigos que veíamos cara a cara y día a día sin necesidad de hacer una cita; el bullying no tenía ese nombre  y se resolvía a puñetazos y sin llorar; aprendimos las  palabras prohibidos y los tabúes más impensados de los hermanos más grandes de nuestros amigos o de nuestros primos o tíos mayores, que por lo regular vivían “a tiro de piedra” de tu casa y siempre estaban ahí para ayudar.

Aprendimos a bailar de parejita con la hermana o la prima mayor y nos enseñamos a decir “me concede la pieza”, gracias, buenas noches, con permiso, por favor y ¡sí, señor!

La “chancla voladora” nos mantenía a raya, en silencio y en paz; esa mirada especial de mamá tenía más poder que el rayo láser, nos sentábamos a la mesa juntos después de que papá se instalara en la cabecera; y antes de comer y al terminar dábamos las gracias.

No estoy seguro si celebrábamos el “día del niño”, pero sí me acuerdo muy bien que cuando había fiesta me gustaba disfrazarme de vaquero con sombrero tejano con una estrella plateada en el frente, chaparreras y chaleco con piel de vaca, unas incómodas botas de punta y un revolver de metal y cartucheras que normalmente se me perdían cuando alguien rompía la piñata y se armaba la lucha en el piso por los dulces. Recuerdo también que mi hermana era especialista en romper la piñata, una que otra cabeza que se atravesaba, y siempre terminaba con la bolsa más llena de dulces de toda la fiesta.

Y mientras más escarbo en mis recuerdos, más extraño mi infancia y me pongo a pensar en lo curiosa que es la vida… Cuando era niño quería ser “grande”, y ahora de “grande” lo que más  añoro son los tiempos dorados de mi niñez…

En este autoexilio, no todo ha sido tan malo, pues entre otras cosas me ha enseñado que lo más afortunado que te pueden suceder en la vida, es haber tenido una infancia feliz, y una muy buena memoria para recordar esta historia sin fin del niño perdido y reencontrarme con él…

Está decidido, a partir de este año 2020 cada 30 de abril, cuando pase la pandemia, no solo festejaré a mis hijas y mis nietos; sino que me vestiré de vaquero, invitaré a mi hermana a romper la piñata, saldremos a la calle a pisar charcos, andar en bicicleta, a subirnos a la resbaladilla, tomar malteadas de chocolate, contar historias de miedo cuando caiga la noche, y soñar… soñar que somos niños otra vez, para siempre jamás, y nunca dejar de soñar…

Luis de Llano M