Cuando a su esposa la confirmaron como el 10º caso mexicano de coronavirus, caray, pensó Bernardo, seguro me da a también, pero nos guardamos unos días y listo. Tenía confianza de que serían del 70% a los que les pasa desapercibido. Aislados, Bernardo siguió con sus reuniones por Zoom.
A los tres días que le confirmaron que era el caso #28, el padecimiento ya era obvio, tos imparable y fiebre sólida de 39.5, pero fue la sofocación, lo que empezó a inquietarle. Cada día se levantaba anhelando sentirse mejor. Pero nada. Su mujer estaba superando la crisis y Bernardo asumió que lo mismo sería para él. Una semana después, finalmente se fue al hospital en ambulancia, no quería exponer a nadie. En urgencias lo trataban entre bien, y reticentemente; como si fuera el mensajero que trae malas noticias.
Lo recluyeron en la zona aislada para COVID. La neumonía ya era aguda. De ese momento en adelante, sus únicos visitantes fueron seres envueltos en trajes azules con caretas plásticas, los beeps de los aparatos, y sus propios demonios. Las placas día con día mostraban el deterioro pulmonar. ¿Habré vivido de verdad… de verdad?, se preguntaba. ¿Tuve mis prioridades claras? Entre la congoja y las heridas en los alveolos, respirar se había vuelto una tarea de tiempo completo. Cuando la inflamación llegó a un grado extremo, le aplicaron una medicina que había ayudado a otros. Le advirtieron que si no respondía, lo intubarían. Esa noche dormitó abrazado a un hilo esperanza. Estaba ya en el pequeño porcentaje de pacientes que hospitalizan, rogaba no ser de los que conectan a un ventilador, y mucho menos de ese 5% que parten, así nomás, sin ceremonia, sin compañía. No estaba listo. A la mañana siguiente, Bernardo abrió los ojos inquieto. Dio una inhalación y observó con plena atención su efecto. El oxigeno llenó sus pulmones y penetró cada una de sus células. Cerró sus ojos humedecidos, el tratamiento funcionaba. Volvió a inhalar, y en silencio agradeció la dicha de respirar, simplemente respirar. Tendría otra oportunidad, se daría a la vida sin miramientos.
Le advirtieron que si no respondía, lo intubarían. Esa noche dormitó abrazado a un hilo esperanza. Estaba ya en el pequeño porcentaje de pacientes que hospitalizan, rogaba no ser de los que conectan a un ventilador, y mucho menos de ese 5% que parten, así nomás, sin ceremonia, sin compañía. No estaba listo. A la mañana siguiente, Bernardo abrió los ojos inquieto. Dio una inhalación y observó con plena atención su efecto. El oxigeno llenó sus pulmones y penetró cada una de sus células. Cerró sus ojos humedecidos, el tratamiento funcionaba. Volvió a inhalar, y en silencio agradeció la dicha de respirar, simplemente respirar. Tendría otra oportunidad, se daría a la vida sin miramientos.
¿Por qué nos es tan difícil comprender nuestra propia mortalidad y apoyarnos en ella como una aliada para agradecer cada día como un regalo? ¿Por qué será que a veces es necesario palpar la fragilidad de nuestro cuerpo, para conectar con nuestra fuerza más íntima? En esta guerra lamentaremos muchas bajas, pero que sirvan para que no todos tengamos que quedar al margen del precipicio para despertar, y darnos cuenta que individual y colectivamente tenemos mucho mas que dar. Esta crisis humanitaria y económica, es también de valores y de conciencia.
Es una oportunidad. Podemos ser escépticos y pensar que incorregiblemente la gente seguirá siendo egoísta y mezquina, -y hay mucha evidencia de esto-. Pero también hay evidencia sustantiva de que estamos en el amanecer de un nuevo paradigma global, en donde dejamos de ser “gente” y empezamos a ser “personas”; seres humanos que agradecen la vida y se atreven a expresarse desde la grandeza de su esencia, desde el respeto, la solidaridad y la bondad. Y muy probablemente en esta etapa, como sociedad civil nos tocará rebasar a las estructuras anquilosadas, y sentar las bases de una nueva comunidad.
Sobrarán los que consideren esta una visión idealista y romántica, pero ante la oscuridad que vivimos, nos toca -a cada uno- quedarnos en ella y maldecirla, o encender una vela. ¿Qué pasaría si cada quién se atreve a encender su propia luz para iluminar este Mundo?
Por: Javier Careaga
Coach / Consultor / Conferencista