El dilema ético

Se requiere de información suficiente para determinar momentos idóneos para distintas fases de distanciamiento y reactivación

¿Qué vale más, la vida de las miles de personas más vulnerables frente al coronavirus, o el bienestar económico de los millones que viven al día? Este es el dilema de ética pública que enfrenta cada sociedad que ha sufrido los estragos del coronavirus. Y ningún país, ningún gobierno, podrá eludirlo, aunque no se aborde explícitamente.

En un lado del espectro se esgrime un argumento que indica que, siendo delicado el asunto del COVID-19, el costo social del frenón económico es exagerado y debiera evitarse. Hay quien lo hace desde una posición que sugiere cierto cinismo, pero hay quienes genuinamente se preocupan por el daño económico, quizá irreversible, que la desaceleración tiene entre capas especialmente vulnerables de la población: los millones de trabajadores informales y de muchos segmentos de servicios del país. Del otro lado del espectro se dice que tenemos que frenar a toda costa el ritmo de contagio de la población, a fin de evitar que pierdan la vida muchas más personas innecesariamente (por la sobresaturación del sistema de salud); máxime que este efecto será especialmente acentuado entre quienes tengan mayor vulnerabilidad en su cobertura médica.

La naturaleza de un dilema es que no tiene una respuesta sencilla. Esto lo muestra el hecho de que todos los países han adoptado alguna posición intermedia en este espectro, y la han variado con el tiempo. Pero es indispensable reconocer que ambos polos tienen un peligroso tufillo de darwinismo social, esta noción de que debemos dejar que fenómenos de este tipo se desplieguen sin demasiada aspiración de controlarlos: desde ambos extremos se argumenta que sobrevivirán al coronavirus quienes estén más aptos, ya sea en su salud o en su posición económica.

Es indispensable una reacción más sofisticada. Que tome en cuenta estas dos profundas vulnerabilidades, la económica y la médica, pero sin simplificar en extremo. Se requiere una reorientación profunda del gasto y de instrumentos financieros de mayor precisión para atender lo económico; también se requiere de información suficiente para determinar momentos idóneos, incluso por espacio regional, para distintas fases de distanciamiento y reactivación.

Insisto, no me parece terrible que se piense que es mejor no frenar tanto la economía, porque sólo sufrirá COVID-19 un segmento pequeño de la población. Tampoco la desesperación con medidas de aislamiento que parecen lentas o insuficientes. Lo éticamente insostenible, lo inaceptable e intolerable es que nuestro gobierno insista en no medir con precisión el fenómeno. Con datos del viernes 27, en los estados fronterizos de EU hay más de 6 mil casos confirmados. Del otro lado del Río Bravo, este dato es de menos de 110. Esto no es explicable más que por el hecho de que nosotros no estamos midiendo, y sin datos no hay posición moralmente defendible.

La debacle ética no está en elegir variantes de política pública tratando de balancear los polos opuestos de una tragedia. Está en resistirse a tener la información que nos permita saber siquiera los efectos de lo que estamos haciendo.

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POR ALEJANDRO POIRÉ

DECANO ESCUELA DE CIENCIAS SOCIALES Y GOBIERNO TECNOLÓGICO DE MONTERREY

@ALEJANDROPOIRE

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