Estaba en el comedor de mi casa disfrutando de una humeante taza de café cuando mi teléfono empezó a vibrar. Fue en ese momento que llegaron a mis oídos las primeras noticias.
Meses después, los periódicos y las redes sociales empezaron a inundarse de este tema y a sacar reportes sobre cómo esto ya estaba afectando a muchas partes del mundo.
Semanas más tarde, todo esto cruzó el charco. En varios países los periódicos sólo hablaban del COVID-19, las escuelas cerraron, los vuelos internacionales cesaron y el pánico empezó a merodear por las calles. La palabra pandemia transformó al mundo en unos segundos.
Desde mi casa, con el teléfono en mano, veía lo que estaba sucediendo en China, las medidas que estaba tomando España y el infierno por el que estaba pasando Italia.
Al mismo tiempo pensaba en el curso que esto tomaría al llegar a mi país. En las pocas medidas preventivas que se estaban implementando. No podía dejar de pensar en las personas que se irían de este mundo como consecuencia de las acciones de los que nos habíamos tomado todo a la ligera.
Me tranquilicé un poco cuando algunas medidas empezaron a tomarse.
Sin embargo, hace algunos días un sentimiento jamás antes vivido empezó a acecharme. Era como si estuviera apartada del planeta por un muro enorme, de un material extremadamente resistente e impenetrable. Podía escuchar lo que sucedía detrás de éste, pero era imposible traspasarlo.
Era un sentimiento que me sofocaba, como si quisiera gritar y ningún
ruido saliera de mi boca. Fue uno de los peores sentimientos que he experimentado. Ahora sé que ese muro que imaginaba en mi mente, esa sensación que provocó tanta angustia en mi interior tiene un nombre. Se llama impotencia.
Era como martillar el muro cien mil veces sin siquiera hacerle un rasguño. Como intentar gritar hasta quedarte sin voz y que nadie escuchara siquiera un murmullo. Era tener en mente que lo único que podía hacer era encerrarme en mi casa y conformarme con ver las noticias y esperar a que todo pasara.
Estos últimos días había estado pensando en el porqué de la situación. Pensando que tenía que encontrarle un para qué, aunque fuera sólo para calmar mi mente. No había dormido bien, le había dado vueltas en la cabeza sin parar. Hasta que exploté.
Exploté intentado encontrar estas respuestas, porque pensaba que tenía que responderlas en mi cabeza. No sé exactamente si explote de coraje, de miedo, de tristeza o de estrés. Pero sé que me hizo caer en la cuenta de que la impotencia me estaba consumiendo. Y que en realidad no tenía que encontrar respuestas, sino que, si quería hacerlo, debía tranquilizarme.
Así que me desaté de la frustración y el estrés. Y fue en ese dejar cuando pude encontrar una respuesta. Hace algunos meses escribí un artículo donde mencionaba que el ser humano sólo se hace consciente de lo que puede perder, cuando se da cuenta de su valor, lo comprobé en esos momentos.
Nadie se tomaba el Coronavirus en serio hasta que los expertos le llamaron pandemia y paralizaron el mundo.
Entonces cuando tuve que encerrarme en mi casa, sin poder salir, visitar a mis seres queridos o llevar a cabo mi rutina diaria, fue que me cayó el vaso de agua, me hice consciente del valor que tienen tantas cosas en mi vida, y de la actitud que tengo sobre asumir que muchas cosas, muchas personas, estarán ahí siempre, cuando en realidad eso no es cierto.
De lo segura que estoy constantemente que mañana voy a poder abrazar a mis abuelos, platicar con mis amigas, tomar un avión para ir de vacaciones, correr en el parque o seguir simple y sencillamente respirando.En ese artículo también escribí sobre cómo necesitamos urgentemente replantear nuestras prioridades, nuestros valores. Cambiar nuestra manera de pensar y valorar lo que nos rodea.
Y justamente fueron esas palabras las que llegaron a mi mente ese día después de que exploté de impotencia. Fue esa idea la que me dejó respirar y me trajo paz interior. Porque me di cuenta que eso era lo que debía de aprender con esta pandemia.
Tal vez nunca sepa el porqué, pero he decidido pensar que, en mi caso, hasta ahora, el para qué es algo sumamente importante. Para darme cuenta de la urgencia de replantear mis valores, mis prioridades y mi actitud de dar por hecho todo. Para darme cuenta de que muchas veces, esa misma impotencia la creo en mi vida, cada vez que me engaño, cada vez que critico, cada vez que soy negativa, que soy egoísta.
Porque con esas acciones me pongo a mí misma en una situación de impotencia enorme, al construir un muro que me impide vivir una buena vida y escapar de esas conductas.
Sé que cada uno de nosotros experimenta estos momentos de diversas maneras, y cada quien tiene algo diferente que aprender. Pero me gustaría invitarte a que reflexiones sobre tu para qué de esta pandemia. Porque todos podemos aprender algo sobre esto.
Y si lo hacemos, la cuarentena, el sufrimiento y la impotencia habrán por lo menos servido para algo. Porque, así como el nombre pandemia cambió al mundo en segundos, la manera de afrontar el Coronavirus transformó nuestra forma de ver la vida.
Y sí, escribo estas últimas líneas en pasado porque, aunque sé que esto todavía no ha pasado, tengo fe en la gente, en nosotros, en que hay personas ahí afuera conscientes de la responsabilidad de quedarse en sus casas, de ser positivos y de pensar no sólo en ellos sino en todos sus demás hermanos mexicanos.
Escribo en pasado porque tengo fe en que podemos sobrellevar esta situación si todos tomamos precaución. Escribo en pasado porque tengo fe en que dentro de unos meses podremos leer esta carta y gritar, lo logramos.
Que las semanas que vienen sean semanas conscientes y responsables. [nota_relacionada id=925203]
Por María Milo, estudiante de preparatoria.
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