En 1984 llegamos a vivir a Mérida. Era agosto y descontando el calor húmedo e infernal, la ciudad donde nacieron mi papá y toda su familia era acogedora, hermosa y muy tranquila.
Había un puñado de escuelas privadas –Modelo, Rogers, Patria y Teresiano–, unos cuantos hospitales, otros pocos restaurantes conocidos, y el periférico era un cinturón adormecido en donde moría el tránsito de vehículos entre llanos y dos centros nocturnos que languidecían en los bordes de la ciudad blanca.
Ese lugar bucólico, provinciano o idílico, no existe más.
“Chispas, tío, el tráfico ahora es insoportable”, me contó hace unos días uno de mis sobrinos. “¿Te acuerdas que los perros callejeros andaban como turistas en el periférico?”. Ahora el circuito que rodea la ciudad es un nudo gordiano a la hora pico, después de las dos de la tarde, cuando las escuelas bajan la cortina y cientos de papás disputan el asfalto para llegar por sus hijos.
No hay yucateco que no sea exagerado. Desde luego, el tráfico que atormenta a los meridanos jamás podría compararse con la aventura paranoica de manejar en la Ciudad de México entre los autos parados, los asaltos y unos conductores cada vez más prestos a echar lámina y bajarse si es necesario a liarse a trompadas. ¿Pero en verdad el tráfico se ha convertido en un dolor de cabeza?
Las imágenes no mienten. Unos días más tarde otro sobrino me mandó una fotografía de un largo chorizo de automóviles parados. “El tráfico duro es en la zona de City Center y La Isla”, me dijo. Para cruzar el Periférico hay filas de unos trescientos metros, después de las 2 y las 6 de la tarde, cuando salen los niños de la escuela y los meridanos se dirigen a sus casas a descansar.
Días después me asomé a dos imágenes que me dejaron perplejo. Una desplegaba el contorno de Mérida a finales de los años 80: en negro aparecían los asentamientos poblacionales circunscritos a la parte central de la ciudad. En la segunda imagen, tomada el año pasado, los puntos negros que indicaban las áreas habitables se habían convertido en una mancha gigante que desbordaba los bordes de la urbe.
Como un río fuera de su cauce, la ciudad se ha extendido a los cuatro puntos cardinales, donde los últimos años se multiplicaron las unidades habitacionales de todo tipo, unas sencillas y otras con prados, lagos y una incluso con un campo de golf.
En la zona norte se levantaron unas torres altas de departamentos a la venta en 5 millones de pesos.
El gobernador Vila declaró hace unas semanas que espera que la población del estado aumente en 600 mil personas en los próximos cinco años. Hace 35 años eran 1 millón de habitantes; ahora son dos millones y en 2024 serán más de 2 millones y medio.
Todo un reto para evitar que ese crecimiento urbano y sus potenciales arruinen la habitabilidad de uno de los estados más tranquilos y hermosos del país.
POR WILBERT TORRE
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