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Una fiesta para armar

Llegamos al sur de Suecia sin saber muy bien qué esperar. Descubrimos lo de siempre: uno siempre sabe menos de lo que cree

OPINIÓN

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La invitación dice “una fiesta sueca en toda forma”, y no sabemos qué esperar. En realidad, no tenemos idea de lo que vendrá desde que, en vez de instalarnos en Copenhague, sus tiendas y cafetines hipsters, acabamos cruzando la frontera a Suecia, y no hasta Estocolmo, ni siquiera a Malmö, sino a un pueblito: Älmhult. Conforme el tren avanza verde echando hipos rojos a dos aguas, resumimos lo que según nosotros define a Suecia: a veces nos sacan sustos en futbol. Tienen sociedades que, desde la herida abierta que es América Latina, parecen perfectas. A lo lejos vemos un conglomerado comercial, tres enormes cajas que le gritan sus respectivos nombres a un interminable hormiguero de departamentos, donde seguro viven muchas familias, ni ricas ni pobres, mayormente guapas, pero humildes. Creemos saber que es fría. Pero es principio de verano, y estamos cerca de los 30 grados cuando cruzamos la callecita que une a la estación de Älmhult con todo lo que vive allí: menos de 10 mil habitantes y la escultura de Carlos Linneo, el naturalista que en el siglo XIX propuso que, para estudiar al mundo natural, es necesario clasificarlo. Hoy, la estatua de Linneo observa eternamente una flor de bronce sobre un jardín circular desnudo, pura tierra esperando nuevas plantas. ¿Cómo clasificar a los que caminan junto a Linneo hoy? Son rubios, pero sonríen: no son la heladez vikinga que a los latinos nos da cierta paz (“allá tendrán sociedades perfectas, pero nosotros sí sabemos bailar”), sino que gritan “hej!” y preguntan de dónde somos, y se sorprenden cuando les decimos que en México hablamos español: se atreven a preguntar, cosa que de nuestro lado del mundo muchas veces se olvida. Pensamos, casi siempre, que una certeza vacía vale más que un sembradío de preguntas hechas a tiempo. Acaso por eso no preguntamos qué significa “una fiesta sueca en toda forma”. Älmhult es el pueblo donde nació IKEA, así que, al caminar por los largos pasillos, entre las cajas con muebles empacados y pensados para gente que busca un mejor día, imaginamos una fiesta para armar: un cuarto pequeño donde ocurrirán a la vez muchas fiestas. Al pasar la minúscula puerta, habrá un bailongo latino, pero se abrirá un cajón y pum: un coro gregoriano; correr una cortina será un punchis punchis interminable. Pero la fiesta es en un granero. Bajo el sol de las 9pm, las mujeres trenzan coronas de flores que festejan el calorcito que no se muere después de las nevadas. Hay comida y bebida; nadie baila bien, pero todos lo hacen con ganas. Tras el corral pastan vacas y crecen flores como las que Linneo usó de inspiración hace siglos, para ocultar en su trabajo la única sabiduría que hay: la realidad es siempre más simple que lo que hacemos de ella.

Por Carlota Rangel & Ruy Febén

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