Changarros que nos dieron patria

Un mágico recorrido por algunos de los puestos de comida más representativos de nuestro país

Hay lugares que ocurren exclusivamente en uno de los sentidos. Nueva Orleans parece diseñado para apapachar los oídos con caricias de jazz y blues; Escandinavia, sus auroras boreales y colores extremos, son un circo visual; Francia, desde el hediondo metro de París hasta los campos de lavanda en Avignon, se huele. Nuestra patria, por supuesto, se come. Seleccionar el sentido del gusto como guía para recorrer nuestro país no es aleatorio; hicimos un concienzudo análisis de los elementos más estimulantes del H. territorio nacional, pasamos de los huapangos al mariachi, de los alebrijes a los huipiles, pero concluímos que nada dice “México” como un buen guisado cobijado por una tortilla. Desde el pico hasta la cola de nuestra patria, hay changarros que son en realidad monumentos. Si ahora mismo tuviéramos una jícara maravillosa en la que viviera un genio capaz de conceder un deseo a nuestro paladar, le pediríamos que nos montara en una tortilla voladora y nos llevara a recorrer los mejores changarros del país. Comenzaríamos en el norte, en las tostadas La Guerrerense, en Ensenada. Este changarro se eleva al nivel de estrella Michelin, y esto no lo decimos nosotros, sino el santo pontífice de los antojitos: Anthony Bourdain. Aquí uno llega a pedir una inocente tostada de mariscos y recibe montículos de sabor que se quedan tatuados para siempre en las papilas. Después de probar la tostada de erizo, receta secreta de Doña Sabina, queda para siempre un hueco en el alma, que ningún coptel de camarón con capsu, ha sido capaz de llenar. Una segunda parada podría estar en el centro del país: los Cocuyos. A los magos que trabajan en esta catedral del suadero (dando la espalda a los comensales, como sacerdotes anticuados), les bastan dos metros cuadrados para preparar unos de los cárnicos más sensuales de la CDMX. Si bien el taco insignia es el suadero, las lenguas, cachetes y trompas que flotan juntos en ese jacuzzi de aceite, acompañados de salsa verde, unas gotas de limón y salpicados de cebolla y cilantro, son dignos competidores por el paladar más exquisito. Nuestra tortilla voladora podría llevarnos a comer tlayudas, cemitas y tortas ahogadas; pero se nos acaba el espacio y nos falta una gema del sudeste mexicano. Yucatán es uno de los estados más ricos en lo que a changarros se refiere, pero hay un sitio capaz de hacer ronronear a nuestras entrañas de tan sólo imaginarnos sentados en sus méndigas mesitas arrimadas a la pared de la banqueta: Wayan’e. Ya sea el graso y dorado castacán, el enfrijolado chilibul o el clásico de chaya con huevo, todo paladar respetable llega con sus taquitos a un éxtasis. Un éxtasis que en este país no acaba nunca: empieza con el primer bocado y termina, siempre, ganándose a bocanadas el corazón. Por RUY FEBEN Y CARLOTA RANGEL