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El mausoleo de Dante

¿Para qué viajar a Italia, visitar sus palacios e iglesias, cuando puedes ir a Argentina, y ver lo que Italia estuvo a punto de ser?

OPINIÓN

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Caminamos por el Palacio Barolo con muecas arrugadas: por cada elevador de antaño y cada cuarto de época. “Bah”, nos decimos varias veces: “este lugar es hermoso”; y caminamos, refunfuñando, hasta donde tomaremos la siguiente foto perfecta del perfecto edificio. Queremos dejarlo claro: la experiencia del Barolo en sí es (podría usarse la muletilla sin reparos) fuera de este mundo. El edificio es un hermosísimo monumento inspirado por La divina comedia de Dante Alighieri, un homenaje encargado por el empresario Luis Barolo al arquitecto Mario Palanti, ambos inmigrantes italianos y miembros de la misma logia. Fascista cegado, fiel servidor de Benito Mussolini, y masón, Palanti no fue, en definitiva, lo que hoy definiríamos como un tipo admirable; sin embargo, no se puede negar que tanto él como Barolo eran sujetos talentosos e interesantes. Seguros de que Europa sería eliminada del mapa tras la guerra, planearon en secreto este edificio de oficinas como un mausoleo para resguardar las cenizas del poeta italiano. Sus 100 metros de altura replican los 100 cantos del poema; sus 22 pisos, las 22 estrofas de los cantos; las 9 bóvedas, los 9 infiernos: cada detalle del edificio es un obsesivo reflejo del libro, que a su vez se considera el punto más alto de la supremacía latina. El altísimo faro de la cima se construyó para iluminar en su camino a las pobres almas europeas que vagaban por aquel territorio salvaje. Se dice que su luz era tan potente que se podía ver desde Montevideo. El edificio es de algún modo la representación física (hermosa, marmoleada, inolvidable) del sueño fascista de italianizar el Cono Sur, que se vio truncado por la repentina muerte de Barolo un año antes de la inauguración de su Palacio. Corren rumores de suicidio, de envenenamiento. El empresario se evaporó de la faz de la Tierra inmediatamente después del misterioso robo de la escultura que sería la pieza central del edificio, la cual se rumora que escondía las cenizas del poeta. “Es un lugar interesantísimo”, nos decimos al salir: “es odioso al mismo tiempo”. Es como ver de frente y en todo su horror ese delirio de italianos que tienen los argentinos, una excusa contundente para sus mamarrachadas pseudo europeas, eso que en México nos hace despreciarlos un poco: ellos no odian su malinchismo, sino que lo han hecho la columna de su identidad. Caminamos hasta el Subte, y de ahí a Corrientes; nos detenemos en la pizzería Güerrín (un comensal nos dice que son las mejores del mundo: al probarlas comprobamos, con temor, que tiene la maldita razón), y de ahí andamos un rato hasta la sucursal de Rapanui de Santa Fe; nos comemos a bocanadas el gelato de perfecto chocolate, que casi nos hace olvidar que la parte italiana en cada lamida del helado tiene también algo de amargo fascismo.