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Belleza insoportable

OPINIÓN

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En nuestra adolescencia, una de las películas que todos estábamos más o menos obligados a idolatrar se llamaba American Beauty. No había que rendirle pleitesía tanto por Kevin Spacey o la antes gloriosa y ahora olvidada, Mena Suvari, sino por ese chavito, cuyo papel consistía en grabarlo todo con una handycam (¡una handycam!). Preparatorianos a punto de enfrentarnos con la adultez (esa bestia que, a esa edad, siempre se está dispuesto a desmentir), a todos nos parecía casi un ejemplo ese parvulín de gorro cuya cumbre actoral llegaba al decir: “Sometimes there’s so much beauty in the world, I feel like I can’t take it”. Luego se le iba el aire, levantaba su cámara y, con cara de menso, empezaba a grabar una bolsa del súper revoloteando en un gringuísimo garage. Vaya: quien no solloza al ver eso y no se vuelve fundamentalista de la belleza-que-está-por-todos-lados, no puede llamarse adolescente. Pero luego crecemos. Vamos a la universidad, empezamos a trabajar; nos queda menos tiempo para perder el aliento por lo que ocurre a nuestro alrededor; vaya, se podría decir que maduramos. Y llega un día en el que, brincando entre los canales, quedamos expuestos por casualidad un domingo a American Beauty, la escena de la bolsita nos parece una cosa ridícula; ahora fantaseamos más con abandonar nuestro trabajo, como Kevin Spacey, que con observar la hojarasca pensando en el infinito éter: hemos madurado. O nos decimos que hemos madurado, y seguimos mandando los correos que dejamos pendientes el viernes.? Lo cierto es que sólo hay una de dos verdades: o la adolescencia nunca termina, o la adultez no es eso que nos creemos antes de llegar a ella. Al menos esa impresión nos dio el día que por fin caminamos Bath con calma: la avenida de recia inclinación que deponía frente a sí aquella parvada de techos y una catedral; las calles peatonales revestidas del olor tintinante de una carne hecha en wok y embestida de salsas, en ese puestecillo celestial llamado LJ Hugs; el empedrado que hace añorar los baños romanos, aquella morada de diosa; el adoquinado que olea rumbo a las fachadas georgianas del Royal Crescent; la luz solar que cae sobre los nidos repentinos en árboles exactos, sobre el río y los cafés, como pluma dócil, que ilumina como si estuviéramos grabándolo todo. Como si estuviéramos en una película:? “¿Qué te pasa?”, preguntó Carlota al ver a Ruy con cara de menso, parado frente a la catedral de Bath, las palomas hollywoodenses revoloteando; “nada”, contestó Ruy, “a veces siento que hay tanta belleza en el mundo, que no puedo soportarlo”. Carlota lo miró como deseando no haberlo oído y se fueron caminando al hospedaje, cogidos de la mano, en cámara lenta, como adolescentes o adultos desmentidos que descubren que de madurar no saben nada.  

Por Ruy Feben y Carlota Rangel