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A qué huele la memoria

OPINIÓN

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Corría el año 2001 y Carlota, de 13 años, sorbía té mientras discutía con Patricia, la única del internado con la que compartía idioma, si Shakira era mexicana o española. A ninguna le gustaba el té; lo tomaban porque no había mucho más a esa hora, además de ver a los borregos pastar bajo la lluvia. El azar las había reunido en Banagher, un remoto pueblito irlandés en el que no había más que lo esencial: una iglesia, una tiendita, un puesto de reconfortante comida grasosa, un pub y una cancha de hurling. Los padres de ambas las habían mandado allí con la fantasía de que aprenderían inglés; pocas las cosas que recogieron de aquel idioma, pero tuvieron otros aprendizajes más interesantes: amaestraron el arte de perforarse las orejas usando sólo un arete, un cerillo y ningún desinfectante, y descubrieron cuán difícil es prender un pedo; Carlota aprendió a fumar y a besar usando la estrategia de su compañera española: “pues nada, metes la lengua en la boca del tío y le das vueltas”. Patricia regresó a España y Carlota ya no pudo decirle que Shakira era colombiana y que su técnica para besar era un fiasco. Comenzó a llevarse con irlandesas y aprendió cosas nuevas como depilarse las cejas hasta el límite de la desaparición, a delinearse los ojos como las chicas darks que usaban botas Dr. Martens, y, sobre todo, aprendió que, acompañado de copeteadas cucharadas de azúcar y un chorro de leche, el té Lyons era el mejor apapacho para una fría tarde lluviosa. El resto de 2001 corrió a sorbos de té: Carlota rompió su récord de viborita con una mano en un Nokia azul y la otra en una taza, vio caer las torres gemelas una y otra vez en la televisión con la nariz pegada al dorado brebaje, y escuchó incansablemente un disco prestado de Nirvana alternando sorbos de té con washawasheos que imitaban los incomprensibles alaridos de Kurt Cobain. Carlota volvió a México y olvidó a Patricia y a la lluvia, dejó de delinearse y de escuchar a Nirvana. Dejó de tomar té. Pasaron muchos años antes de que conociera a Ruy y pasaron muchos otros antes de que fueran a juntos a Dublín. Cuando Ruy le preguntó a Carlota qué era lo primero que quería hacer en Irlanda, ella no lo pensó demasiado: beber té. En cuanto inclinó la cabeza y el vaho cubrió su rostro, todo volvió junto con el primer chubasco irlandés, junto con las cosas que no pertenecían a la adolescencia, pero todavía podían visitarse: el pasto, los piercings, la música, la iglesita de Banagher, las calles que escurren hasta el río en Cork, las caminatas largas por Trinity College, el primer y clandestino pub en Middleton. Afuera estaba ya Dublín; pero en el sorbo de té, comprimidas, estaban las memorias, que eran en sí un viaje, el viaje dentro del cual viviría el nuevo viaje, listo para convertirse en nuevos aromas.