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Es la impunidad

OPINIÓN

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En el debate sobre el combate a la corrupción ha surgido una nueva vertiente de discusión atractiva. En una provocadora contribución, Benjamín Hill (El Financiero, 21 de agosto, 2018) concuerda con evidencia que sugiere que a nivel global las políticas anticorrupción no han tenido resultados. En síntesis, los países que eran corruptos y han implementado políticas anticorrupción siguen siendo tan corruptos como antes… o más. Por ello nos invita Benjamín a repensar el problema y enfocarnos más en políticas para el desarrollo, ya que, siguiendo la investigación de la Dra. Nieves Zúñiga, “si una sociedad enfoca sus esfuerzos [en] ofrecer oportunidades de lograr de forma legítima y legal el progreso material y la prosperidad, eventualmente no habría motivación para seguir jugando el juego de la corrupción”. Lo cual nos enfrenta con un serio dilema, en este país plagado de ejemplos del fracaso de las políticas anticorrupción. Por un lado, tenemos la enorme inversión social y pública que ha significado la construcción del aún endeble e inconcluso Sistema Nacional Anticorrupción, y en el mismo sentido, la sacudida electoral del primero de julio que, al menos parcialmente, se explica como un reclamo generalizado anticorrupción. ¿Qué debemos hacer entonces, si la gente reclama una menor corrupción y la sociedad civil e incluso la política, aunque sea a regañadientes, ha dedicado tanto tiempo y esfuerzo a construir políticas en la materia que parecieran estar condenadas al fracaso? Dos cosas. Primero, tomar en serio el reclamo de la gente. Una cosa es que no sirvan las políticas que hemos diseñado hasta ahora para combatir la corrupción, y otra es no reconocer que el problema es grave; es causa de la desesperanza y sensación de abuso, y explicación de la multiplicación de las desigualdades y los excesos. La cultura de la corrupción es el obstáculo principal para la construcción de una cultura del mérito y la responsabilidad. Es el cimiento indudable del privilegio indebido. En ese sentido, si lo que se ha construido es como el ejemplo clásico del puente al desierto, vale la pena repensar el proyecto. Pero no en el sentido de abandonar la agenda, sino de reenfocarla. Segundo, como sugiere Benjamín, hay que redefinir las aspiraciones y en función de ello los instrumentos. Lo que ofende profundamente de la corrupción no está en la frontera, a veces invisible, entre una mordida y una propina. Es decir, la lucha anticorrupción no pasa por la fundación de un “hombre nuevo”, como diría el ícono del totalitarismo latinoamericano, que nunca falte a un estándar de moralidad privada y ética pública universal e inmutable. Lo que no es aceptable para cualquier persona que aspire a una sociedad de iguales con derechos y responsabilidades, es la sensación, lamentablemente fundada, que en este país casi nadie paga nunca por el abuso y el delito. Desde luego que un mayor desarrollo puede lograr que se haga menos conveniente incurrir en corrupción e ilegalidad, pero para que ese desarrollo sea accesible para todos, el único camino es el del combate a la impunidad, el del acceso a la justicia. Sin esa columna vertebral, incluso un alto crecimiento sólo exacerbará el equilibrio perverso en que nos encontramos, donde la corrupción de algunos, sabedores de su eventual fracaso político, será de corto plazo, pero más rapaz que nunca. Y no pagarán por ello.