De niña pasaba semanas enteras por la zona. Mazunte, San Agustinillo, entre muchísimas otras playas que albergaban a una familia siempre numerosa -entre propios y amigos-, fácilmente reconocible entre las playas de esa costa del Pacífico mexicano pues la “cultura de la playa” siempre se nos dio.
Mi padre tomaba prestadas las sábanas y cortinas de los hoteles que nos hospedaban para instalar magníficas sombras y velarias en donde nunca faltaron petates, sillas, mesas y grandes banquetes. Múltiples hieleras, bajo la premisa de que nunca debía faltar hielo, aguas frescas, cervezas y mucho Barcardí.
En nuestros días en la playa reinaban los pescados locales preparados por cocineras de la zona, tortillas, frijoles y salsas; además de muchas latas -siempre hemos sido de latas, ostiones, angulas, navajas y hasta uno que otro preparado de hígado.
Esta vez que volví a Zicatela más que el paisaje de ese mar agreste y las mujeres elegantísimas con huipiles por los mercados, el viaje al pasado obedeció a la cocina.
El primer bocado de ese tamal de chaya me transportó veinte años atrás, pero sobre todo me recordó lo que a mí me gusta comer en la vida. Un poco de salsa verde y quesillo en el centro y envuelto en hoja de maíz. Divino, similar a aquéllos que comíamos, pero de iguana en Pinotepa.
Nadie me pidió que lo hiciera, pero a mí me nace ir a comprar con los pescadores en los puertos. Llegué a las 7:00 am y me vieron sospechosa pues evidentemente ya era tarde. Solo habían sacado blanco y dorado. Escogí tres enormes dorados pensando en tiritas con cebolla morada y muchísimo limón, algunos lomos asados llenos de salsa de chile para taquear como siempre hice en estas playas y hasta en tamales con hoja santa.
También sucedió con las sardinas. El Chilo y el Chucho, los profes de surf de mi tropa me aseguraron que era Benita a quien le tenía que comprar. Esa punta donde revientan las olas se caracteriza por decenas de surfistas, centenas de pelícanos y millares de sardinas.
Pasó Benita y le compré 50 pesos de unas sardinas medianas de color brillantísimo y que, unas horas después, en un mojo de ajo y bien, bien fritas me hicieron viajar a las botanas de los viajes en panga por los esteros y entre los manglares viendo aves, conociendo la fauna local y siempre temerosa de los cocodrilos.
Ver a Paloma comerse tres tamales de chaya, a Luciana seis gorditas llenas de frijoles y a Leonor mucho blanquito en filete apenas frito me hizo sonreír y reafirmar que debo revisar mi recetario de vida, pues esta costa de Oaxaca me formó, es un legado de mi paladar y no deseo otra cosa más que heredarlo a mis hijas.
POR VALENTINA ORTIZ MONASTERIO