El último día de enero, Michael Walton Bates, un ministro de gobierno del Reino Unido, subió a la tribuna del Parlamento en el Palacio de Westminster. Un retraso de dos minutos le había impedido responder una pregunta de una diputada laborista. Bates, experto en crimen, derecho civil, justicia y derechos, abrió los ojos con desmesura, el mentón pronunciado apuntando al frente, como si quisiera dar la cara más que nunca.
“Con permiso de la Cámara, me pregunto si podrán aceptar mis sinceras disculpas a la baronesa Lister por no estar para responder a su pregunta”, dijo Bates. “En los cinco años que he tenido el privilegio de responder a nombre del gobierno, he creído que debemos elevarnos a los más altos estándares de cortesía y respeto para responder a las preguntas legítimas de la Legislatura. Estoy muy avergonzado por no estar en mi lugar, y por lo tanto ofrezco mi dimisión a la primera ministra, con efecto inmediato”.
¡No! ¡No! ¡No! Respondieron en voz alta los colegas de Bates.
La reacción de los miembros del Parlamento fue tan dramática como la renuncia del ministro. Un diputado y una diputada extendieron las manos a su paso para contenerlo, pero Lord Bates, caminando con firmeza de vuelta a su lugar, las evadió con firmeza y continuó sus pasos.
He mirado el video una y otra vez y me ha despertado una emoción extraña y una envidia reconocible. ¿Cuándo fue la última vez que sacudió mis emociones un político con un comportamiento de honestidad que implique consecuencias? No puedo recordarlo, al menos no en esta ubicación geográfica.
El gesto de Bates es emocional porque representa un acto de profunda honestidad personal ligado indisolublemente a la alta responsabilidad de un servidor público, un maridaje de elevada complicación en un mundo político que le da la razón a Platón cuando advierte la incompatibilidad entre el hombre virtuoso y el ejercicio del poder público, que invariablemente lo transforma.
El gesto de Bates envuelve humildad y cierto grado de heroicidad antigua. A Bates se le puede adivinar lleno de angustia naufragar en la única misión importante: llegar a tiempo para atender la pregunta de una diputada y cumplir su tarea ante los gobernados. En su decisión va implícito un indudable aprecio al valor de la ciudadanía, tan abandonado en otras latitudes en estos días.
La memoria escarba y no encuentra la disculpa honesta de un político mexicano. Un presidente defiende la legalidad de una casa obtenida de un contratista, pero renuncia a ella y se disculpa por la indignación social que provocó. Los diputados y senadores nunca piden perdón (y jamás renunciarían) por faltar a las sesiones, el trabajo que les confieren los electores. Una delegada no pidió perdón a los padres de los niños que murieron en una escuela cuyas reglas de ampliación pasó por alto. Un secretario de pésima reputación no pidió perdón a los deudos de dos personas que murieron en un hoyo en una carretera bajo su responsabilidad (menos lo hizo ante las evidencias de corrupción). Un jefe de gobierno no pidió perdón a los padres de un niño normal y ahora perturbado tras de ser detenido por unos policías. ¿Quién ha pedido perdón por los cientos de miles de muertos y los desaparecidos de estos años? Por lo demás, un perdón expresado en política es simulación pura, si no hay consecuencias.
El gesto de Michael Walton Bates es una lección de principios, valores y decencia, en el páramo seco de la política.