La cocina familiar siempre ha sido, desde los primeros días de mi vida, un rincón cerca del cielo. Entre mis primeros recuerdos están el aroma del mole verde de mi madrina Ana María y el bacalao que preparaba mi abuela Esperanza en la cena de la Navidad. Yo hacía a un lado los romeritos para devorar las lonjas blancas del pez con sus almendras rebanadas, esa noche y los siguientes días, con la fruición alegre de un náufrago.
Pasaron muchos años desde que me asomaba a las ollas silbando una canción para escuchar el alegre duelo de chismes que sostenían mi madrina y mi mamá en la cocina de la calle Chihuahua. El área de sartenes era, más que un imperio, la fuente generosa y agridulce desde la cual mi tía nos colmaba de cariño. Después del terremoto del 85 dejó aquella casona en la Colonia Roma y se mudó a otra cerca de ahí, en la calle Río Ebro de la colonia Cuauhtémoc.
Eran los noventa y yo me despertaba escuchando a mi papá, con un café sobre el lomo del piano, tocar Madrid de Agustín Lara mientras la madrina Ana María metía al horno los tamales yucatecos y cocinaba un lomo a la ciruela.
Yo me colaba a la cocina por las noches al primer descuido y picaba un poco de todo hasta que mi tía me asustaba de ahí como a un ratón metido entre las ollas. Revoloteaba en la comida desde la antojadiza ansiedad del comelón. Hasta los treinta años la vi de otra manera y un día, viviendo en Estados Unidos, levanté el teléfono y le llamé a la madrina Ana María.
Recuerdo más que su acento michoacano, la forma en la que comía. En un plato se servía un poquito de lo que le gustaba y se lo acercaba a la boca con un pedazo de tortilla. Comía concentrada y muy cerca del plato, como si conversara con las especias, las carnes y los granos que bullían entre sus manos.
Al volver al país, la madrina Ana María ya se había despedido rodeada de ollas, como siempre, cuando volví a recorrer las fondas que había conocido de la mano de mi papá. En estos años visité algunas que recordé en una reseña del crítico Ignacio Medina, en el diario El País, titulada “El despertar de las cocinas ignoradas”.
En una fonda abierta al sol en La Merced, una señora sirve un espinazo en salsa verde culpable de una larga fila; en la Portales, una cocinera prepara chiles rellenos, enchiladas y sopas sin emplear especias, echando mano de la ricura del ajo, la cebolla y el jitomate; en la Roma, un enjuto hombre cocina comida japonesa casera.
Con sus recetas originales y sus cocineras devotas, las fondas son nuestra paraíso en cada esquina. Tan rico como volver a meter la cuchara en la cocina de la madrina Ana María.