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La vida se atraviesa en septiembre

OPINIÓN

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Tú cruzarás la calle un día perdido de tu niñez. Si lo recuerdas bien, persigues un balón que amenaza con fugarse del barrio y al hacerlo te convertirás inadvertidamente en un criminal: tu padre te prohibió no descender jamás de la acera si no es en su presencia. Correrás el riesgo, como se corren los riesgos cuando se tienen siete años: en plenitud de la inconciencia, con una gorra de béisbol en la cabeza y la inocencia todavía intacta. La muerte, te han dicho, es algo que alguna vez ocurrirá, pero tú serás eterno. Son los días postreros del verano, una tarde llena de sol. Al otro lado de la calle vive Carmen, la que será tu primer amor, la niña a la que habrás de olvidar cuando termine tu infancia y la que hoy, en este futuro al que eres incapaz de proyectarte, recordarás como si fuese un trozo del naufragio en que ahora, mañana, dentro de 42 años, se ha convertido tu ciudad. Rueda el balón mientras Armando, Aarón, Martín y Miguel Ángel, los amigos más antiguos que recordarás, te gritan “pásalo, pásalo”, pero en la recién nacida soberbia de tu individualidad, esa virtud endémica de los habitantes de una metrópoli, hallarás el recuerdo de tu futuro mientras se implanta en tu alma, a un mismo y absurdo tiempo, un miedo irracional a la soledad. Caminarás por los días de septiembre, los pasados, los presentes y los que no imaginas, mientras te reconoces con una mochila al hombro, de vuelta al colegio, en la plaza más grande de la ciudad, escuchando un grito que te marcó cuando eras niño, pero al que hoy tu piel ya no responde. Montado en los hombros de tu padre, en un claro de la multitud que se agolpa en el Paseo de la Reforma, contemplarás el desfile de tanques, soldados y cañones, al tiempo que cruzas con tu brazo el pecho y, en actitud marcial, colocas tu mano sobre el corazón. Al redoble de tambores y enseñoreando una bandera tricolor, verás cómo la vida se atraviesa en septiembre. Exhumado ese recuerdo en el futuro, una tarde naciente saldrás corriendo de tu apartamento, mientras rebotas a un lado y otro de las paredes, para hallar refugio en las viejas calles de un nuevo barrio; sin proponértelo, volverás a pensar que la muerte es algo que alguna vez ocurrirá, pero tú serás eterno. Cogerás tu bicicleta –no aquella que recibiste por Reyes una mañana del pasado– y mientras te imaginas descendiendo por las veredas del Bosque de Chapultepec, en medio de aromas de pino y eucalipto, de tierra húmeda y excrementos, recorrerás la cartografía de la Ciudad de México con una idea trastocada de aquellos días de esta nueva edad, en la conciencia de que sólo has vuelto a ser niño en tu imaginación. Pero no importará. A cada pedalazo avanzarás hacia el pasado, a septiembres mucho más felices, y si bien tropezarás con aquel septiembre maldito, el de 1985, pensarás que este septiembre del futuro del que escapas, no tiene nada qué ver con ese recuerdo. Es sólo que, en un barrio muy cercano al tuyo, te sabrás rotundamente equivocado. La muerte habrá ocurrido en un minuto anterior, en un instante tan breve que ni siquiera lo has percibido, pero ni tú ni los otros ni ellos ni esos querrán creer que la eternidad es sólo un mito. No se habrá disipado aún la nube de polvo cuando legiones de tús, con bicicletas o sin ellas, con septiembres en la billetera, en una caja de zapatos o en el estribillo de una canción innombrable, se volcarán como hormigas sobre las nuevas ruinas del pasado colectivo. Embozado el rostro con un tapabocas, irritados ya los ojos por el aire viciado, en tu memoria, quizá dando tumbos o trastabillando, verás que la vida se atraviesa en septiembre. Al influjo de ese deseo, en realidad un acto de negación por lo ocurrido, volverás a imaginarte eterno y magnánimo: no sólo tú serás inmune a la muerte, lo seremos todos. A golpes de pico y de pala, de sudor y cansancio, la noche caerá, pero tú no tendrás sueño. En tu mente, sin embargo, estarás soñando con otro septiembre, aquel septiembre de Buenos Aires, en el barrio de Boedo, en aquella noche que verdaderamente fuiste eterno y que hoy pretendes extraer de todos estos restos. Debajo de estas piedras estás renaciendo: no habrá muertos ayer, no hubo muertos en el futuro. Lo repetirás mil veces, como se repiten los mantras, y sin darte cuenta negarás tu realidad más de tres veces. En aras de la esperanza te mentirás, y le mentirás a otros. Lo sabrás cuando surjan los primeros muertos. Aun así, pertrechado en tu mentira, cogerás de nuevo el pico y la pala, la bicicleta y el casco, la mochila y dentro de ella todas las imágenes de los septiembres que recuerdas. Y seguirás cavando. Cuando amanezca seguirás el rastro de restos, ya con la cabeza baja, pero no vencido. Nunca el sol te pareció tan miserable y, sin embargo, poco a poco entrarás en calor y te sentirás reconfortado por ese café humeante e insípido que te entrega alguien. Y volverás a sumergirte en las ruinas para rescatar a otro alguien a quien le hace más falta ese café que a ti, a esos días del futuro en los que septiembre es sólo un recuerdo y no esta realidad. Pero mientras llegan, tendrás que volver del pasado al presente. Y no será fácil. Con horror dilatado contemplarás cómo los muertos emergen de la tierra. Y tendrás que darles la mano, envolverlos en una sábana, hacer pasar una cuerda por su torso, cerrarles los ojos al tiempo que tú, para no recordarlos, también cerrarás los tuyos. Tú volverás a casa un día, y en silencio pedirás a alguien que sea pronto. Y querrás que los días del futuro se apresuren, que corran hacia ti tan rápidamente como tú ante la tragedia puedes correr hacia los días del pasado. Pero no olvidarás. La muerte, te dijeron cuando niño, es algo que alguna vez ocurrirá. Justo ahora que dejas escapar esa lágrima contenida y contemplas tus manos adoloridas y en ellas la certeza de que no serás eterno, deberías asomarte a la ventana. Algo maltrecha y vacilante, pero verás cómo la vida se atraviesa en septiembre.