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La paradoja de la evolución

OPINIÓN

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El año 2007 fue el último del calendario gregoriano en que el homo sapiens se mantuvo erguido. A contracorriente de la tecnología, que ese año alcanzó uno de los puntos climáticos en la era de Internet, los seres humanos comenzamos a perder la capacidad de contemplar al mundo desde nuestra propia óptica. Ha pasado tan sólo una década, pero la sensación que se percibe es que se trata de un siglo. Ese año Bulgaria y Rumania ingresaron a la Unión Europea, Eslovenia pasó a formar parte de la llamada Zona Euro, un impoluto Lula da Silva tomó posesión de la presidencia de Brasil, mientras que Hugo Chávez dio comienzo a su tercer periodo al frente del gobierno de Venezuela. El de aquel año era un mundo diametralmente distinto al que conocemos hoy: ingenuo, improbable, absurdo y hasta feliz. Entonces Corea del Norte anunció su intención de poner punto final a su programa nuclear a cambio de combustible y financiamiento económico; la carrera de Britney Spears, agotada de escándalo en escándalo, parecía estar acabada cuando decidió raparse; la selección de fútbol de los Estados Unidos se alzó victoriosa con la Copa Oro y, después de diez años de ausencia, el grupo argentino Soda Stereo anunció su regreso a los escenarios con la gira “Me verás volver”. No fueron los únicos: el 10 de diciembre, tras un impasse de 19 años, Led Zeppelin se reunió en la arena O2 de Londres para ofrecer un único y mítico concierto que, muy probablemente, acaso haya sido el último de Robert Plant, Jimmy Page y John Paul Jones, a quienes acompañó Jason Bonham en la batería, en sustitución de su padre. Contagiado por el entusiasmo de los primeros años de un nuevo siglo, un muy democrático y hermanado planeta Tierra eligió, a través de Internet, las que en adelante serían conocidas como las Nuevas Siete Maravillas del mundo moderno: la Muralla China, el Taj Mahal, Chichen Itzá, el Cristo Redentor de Río de Janeiro, las ciudades de Machu Picchu, en Perú, y Petra, en Jordania, así como el Coliseo de Roma. Pero no todo fueron momentos felices. En junio la banda terrorista ETA puso fin a una tregua de más de un año y la hizo efectiva al día siguiente al colocar un carro-bomba en la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas. La ex primera ministra de Pakistán, Benazir Bhutto, fue asesinada en un ataque terrorista en la ciudad de Rawalpindi, y el presidente Hugo Chávez se tragó un sapo en la XVII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y Gobierno celebrada en Santiago de Chile, cuando el rey Juan Carlos de España le espetó la nada monárquica ni diplomática frase: “¿Por qué no te callas?”. Las revoluciones, sin embargo, no se gestaron a partir de los excesos de los radicales, no ocurrieron en los palacios de gobierno, y no trascendieron en esos momentos porque parecían inocuas. Sin darnos apenas cuenta, con el sigilo de un ladrón que se oculta a plena luz del día, la tecnología operaba con una prisa desmedida para alterar la vida cotidiana y los hábitos de la humanidad. Ese año, Microsoft presentó su nuevo sistema operativo, Windows Vista, que tras cinco años puso fin al muy anacrónico Windows XP; Sony puso a disposición de Europa, Asia y Australia su recién creada y fantástica consola PS3, y la compañía canadiense BlackBerry cerró su cuarta generación de dispositivos móviles con la aparición del modelo 8800, con el cual afianzaba su dominio a nivel mundial… o al menos eso es lo que creyeron sus ejecutivos en aquel entonces. El 9 de enero de 2007, en la MacWorld Conference & Expo, en el Moscone Center de San Francisco, California, Steve Jobs anunció la próxima aparición de un teléfono inteligente que se llamaría iPhone así como el cambio de nombre de su compañía: de Apple Computer Inc. pasaría en adelante a sólo ser Apple Inc. Prestidigitador de la mercadotecnia, Jobs creó la expectación suficiente como para que el 29 de junio de ese mismo año, miles de personas formaran filas insólitas para adquirir un smartphone que David Pogue, periodista de The New York Times, definió en su reseña como “sorprendente, pero lejos de ser perfecto”. El sorprendente artilugio, más allá de su extraordinario diseño y sus casi infinitas capacidades, dio pie a una carrera tecnológica en tanto se convirtió en la quintaesencia de los teléfonos móviles. Y hablamos de un dispositivo que en ese momento no podía reproducir video y cuya cámara fotográfica era de tan sólo dos megapixeles. La evolución del iPhone a lo largo de estos diez años, la competencia que detonó con otros fabricantes de teléfonos móviles, así como el surgimiento de accesorios, complementos, programas de software y su capacidad real para conocer y aprender los hábitos de las personas, modificaron por completo el comportamiento de una buena parte del mundo que hoy es inconcebible si no dispone de un teléfono inteligente, haya sido fabricado por Apple Inc., por Samsung o LG. Avanzar por la vida mirando de frente, se convirtió de facto en un acto anacrónico y demodé. Leer periódicos y revistas impresos pasó a ser una costumbre decimonónica, e incluso el acto íntimo de hacer el amor devino de un show que no sólo debería ser filmado, sino también exhibido en forma pública. Sin darnos cuenta, nuestra cabeza descendió unos cuántos centímetros y el espectáculo de la vida se circunscribió a una pantalla de cristal líquido de 5 por 7 pulgadas que capta la realidad a partir de 12 megapixeles, la perfecciona con la tecnología 4K y procesa imágenes en HDR. En esta circunstancia una paradoja cruel nos aniquila: la evolución nos hizo erguirnos como especie para enseñorear al mundo. La tecnología, en cambio, nos ha devuelto a estadio anterior.