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Experimento

OPINIÓN

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El festejo del jueves pasado se realizó en el marco del lanzamiento de Crisol, un espectáculo ideado por el matador valenciano Enrique Ponce para unir tauromaquia, flamenco, ópera, música clásica y pintura. Si bien un ensamble de esta naturaleza rompe con la tradición de la clásica corrida de toros, la idea no es mala como una fórmula que ofrece algo más que la lidia convencional, aunque también es cierto que una buena corrida no necesita de elementos externos para ser un espectáculo extraordinario e inolvidable. La corrida se anunció como picassiana, pero un diestro iba vestido de luces, el otro de pasamanería y los subalternos con trajes goyescos, una ensalada que restaba uniformidad a los coletudos.
Los pedestales de los micrófonos de los cantantes de pronto se caían con el viento y la música no siempre encajaba con lo que sucedía en el ruedo. Es imposible lograr sincronía entre toreo y música en vivo. Había momentos en los que el toreo iba por un lado y la música, por otro. En general todo salió a pedir de boca, como si se tratara de una puesta en escena perfectamente ensayada, donde parecía que hasta los toros tenían aprendido su papel. El quinto de la tarde resultó un dechado de bravura, clase, ritmo y nobleza. Enrique Ponce lo entendió cabalmente y le hizo una faena variada e inspirada, con el fondo musical del canto de Estrella Morente. Un trasteo con soltura, naturalidad, lentitud y asentamiento. Ponce y el dominio total de su oficio, llegando al punto de intercalar una suerte capotera de su invención, en pleno tercio de muleta.
Lo malo no fue que Enrique utilizara el percal en el último tercio, sino que invitara a torear a un destemplado Javier Conde, cuando el juez ya había decretado el indulto del toro. Un gesto innecesario y fallido. Darle “las tres” a un alternante en una corrida formal es un acto que automáticamente pone en evidencia la inferioridad de uno de los dos. Compartir el espléndido pastel no fue precisamente una buena idea de Ponce. Flaco favor le hizo a su compadre, porque al hacerlo partícipe de una faena ajena, lo único que logró fue exhibirlo. El toro de inmediato resintió el cambio de manos, la falta de pulso y de quietud, y la mala colocación del malagueño. El toro de Juan Pedro Domecq fue mucha pieza para Conde, después de una faena en la que brilló el magisterio de Ponce. Al toro de Juan Pedro lo estaban toreando por nota y de pronto se escuchó un pitido discordante. La música no sobra en una corrida de toros, siempre y cuando suene entre toro y toro, y siempre y cuando la interprete una banda de gran calidad. La música durante las faenas no es necesaria. El toreo tiene su propia música, su música callada, como supo entenderlo y expresarlo José Bergamín. De cualquier manera, no está mal explorar nuevas alternativas para atraer a ese público que da a la Fiesta el beneficio de la duda. Como experimento tuvo pues, cosas positivas.
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