El otro día tuve el sentimiento de desazón de un defraudado: llegué a Coyoacán matándome en el tráfico con la expectativa de ver un eclipse (del que no había oído casi nada) reducido a la observación rudimentaria de una mancha como una manzana mordida reflejada por un papel sobre las losas antiguas de la plaza.
Recordé el año 91. Unos meses atrás había llegado a vivir al Distrito Federal y el 11 de julio, día del eclipse, vi absorto y emocionado cómo el sol era engullido por la luna y el día mutaba en una nube negra en una fracción diminuta de tiempo, de vida, de cosmos.
Aquel día hace 26 años vi a muchos desconocidos abrazarse, a una pareja besarse en esa noche efímera y a unos viejos tomarse de las manos y alzar los brazos al sol, como si lo llamaran. Veinte años guardé la crónica que Fernando Meraz publicó en La Jornada.
Pero el miércoles a la 1:28 de la tarde, una chica decía:
“El eclipse está en su punto máximo”, sin emoción alguna, mientras en la plaza el sol relumbraba en la fuente y en los toldos plata: Coyoacán era Acapulco.
Como no llevaba un filtro para ver de frente al sol, me acerqué a la banca en la que un veinteañero rubio y con el cabello largo y rizado de un lado, y rasurado del otro, alzaba una hoja de papel con dos orificios que proyectaban la manzanita mordida. Una imagen bailarina sobre la losa hizo que nos sintiéramos defraudados.
Llegué a casa con hambre y decepcionado, pero al rato olvidé mi tristeza de eclipse. Hasta que tuvo a mal recordármela una noticia que Neldy nos contó ayer por la mañana:
“Asaltaron el Cine Tonalá”, dijo y el corazón se me eclipsó.
La Roma ha sido mi infancia, los años de adolescencia con mis primos y la primera vez que la familia se mudó de ciudad (y después de país), pero siempre volvemos a La Romita, como le llamaba mi papá, hasta estos días en los que volver a sus mansiones parecen un extraño dejà vu: En Sobrinos comes con recuerdos de farmacia y El Parián parece tan antiguo como antes, con todo y sus tiendas hipsters y sus casas de diseño.
Tras el eclipse del 91 (no es superstición), las cosas empezaron a ponerse feas y en las calles de la ciudad asaltaban al sol. Me sorprendieron con mi sobrinito Ale a unos pasos del Ángel. Sucedió tres veces, una de ellas después del funesto diciembre del 94 que se llevó miles de hipotecas y trajo desempleo y asaltos y robos.
Nos sentíamos como ahora: ciudadanos eclipsados por la sombra de una pistola, las casas vacías, las historias de terror, las de antes y las de ahora: el jefe de gobierno en su ensueño de irrealidad (un juego de lucro político), mientras la ciudad se oscurece. Columna anterior: Los expedientes XXX de Lozoya