Mirando Al Otro Lado
Por: Ricardo Pascoe
La unidad de la izquierda siempre ha sido elusiva. En cambio, las derechas se reúnen, generalmente, en torno a intereses económicos compartidos y, por ende, son capaces de dejar de lado diferencias políticas en aras del interés común. Pueden coincidir en un programa político liberal y democrático si eso encaja con sus necesidades, como también pueden coincidir en el proyecto de un golpe de Estado militar para proteger los fundamentos económicos del régimen. Difieren, muchas veces, en torno a la caracterización del periodo y, por tanto, el mejor camino a seguir para mantener el orden establecido.
En las izquierdas la situación es distinta. Las diferencias son más bien de carácter ideológico y programático. Un ejemplo extremo, pero que ilustra el caso, eran las diferencias dentro de la Cuarta Internacional acerca de cómo caracterizar al régimen de Pol Pot en Camboya, unos defendiéndolo por su carácter socialista y otros abjurando de él por su naturaleza dictatorial. Hoy se da un debate parecido en torno al gobierno de Venezuela: apoyándolo sin reservas o abjurando de su carácter represivo y antidemocrático. Mientras Morena apoya al régimen de Maduro, junto con una franja radical del PRD, otra parte, mayoritaria del PRD, cuestiona seriamente el proceder de ese gobierno, junto con gran parte de la izquierda sudamericana.
Son divisiones que hablan de criterios, prioridades y enfoques muy diferentes, en el caso de encabezar un gobierno. Pero es ahí donde reside el problema central, en una conformación política como la mexicana. ¿Cómo lograr encabezar un gobierno sin unidad de todas las izquierdas?
La izquierda en México vislumbró, por primera vez, la posibilidad de encabezar el gobierno federal en 1988, cuando todas las fuerzas de izquierda-con contadas excepciones-se unieron en torno a la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas. Incluso, las impúdicas confesiones recientes de Manuel Bartlett sobre ese año son prueba fehaciente del caso. En 2006 y 20012 la izquierda seguía competitiva, en una medida importante por su unidad interna. 2018 es un caso distinto. Hoy la izquierda mexicana está enfrascada en una guerra fratricida interna que atestigua toda la sociedad. Miembros se mueven entre una organización y otra, con López Obrador básicamente empeñado en aniquilar al PRD, como parte de su odio personal y político hacia los grupos dentro de ese partido que no se subordinaron a él.
La estrategia de Morena es ofrecer puestos y candidaturas a los izquierdistas hambrientos de colocación en el presupuesto público. Si cumple o no con sus ofrecimientos es otra cosa. Pero, como dicen los conocedores de la política, prometer no empobrece. Es una guerra cruenta de guerrillas, con Morena manteniendo algunos como miembros oficialmente en el PRD para sabotear desde adentro los avances en otras estrategias, como lo es la opción de la creación del frente amplio entre PAN, PRD y otros. La lucha es implacable entre las dos organizaciones principales de la izquierda por su mutua sobrevivencia, y el deseo de destrucción del otro que existe entre ellos. Uno de los espectáculos más lamentables ha sido observar como quienes un día criticaban a López Obrador, hoy lo adulan, que es la mejor manera de quedar bien con él. Existe, dentro de ese partido, un espíritu trumpiano: egolatría y sumisión pocas veces vistas en partidos de izquierda, fuera del partido de Maduro. Ni el PT de Brasil cayó tan bajo con Lula.
La elección del estado de México fue el punto de quiebre en este proceso. López Obrador desató toda su “furia y fuego” sobre el PRD, para obligarlo a apoyar a Morena y su candidata. ¿Es posible obligar a un partido a apoyar a otro? No. Es posible destruir a un partido, pero no es posible obligarlo a apoyar una plataforma que no es la suya. ¿Qué costo tiene destruir al PRD, para Morena? Fácil: perder la elección del 2018, porque es una conducta que se auto sabotea. Se quiere ganar una elección sobre el cadáver de otro partido, una historia, una representación social. Sobre un proyecto que no se le hincó en reverencia y sumisión.
La lección de la elección en el estado de México es que la izquierda dividida pierde, especialmente cuando está inmersa en una disputa interna violenta, semejante a una guerra sucia. Ese tipo de guerras sucias que los gobiernos, como el de Madura, lleva a cabo en contra de sus opositores. ¿Es ese el mensaje que nos envía López Obrador? Que desde ahora se puede apreciar lo que sucederá con los opositores a un gobierno suyo: represión, ahogo, cárcel, control de medios, satanización?
El trato que se da a sí misma la izquierda mexicana es una lección sobre su moral y ética y como se proyecta hacia el conjunto de la sociedad mexicana. Y el cuadro que pinta no es agradable. La guerra sucia interna es, también, la banalización de las propuestas y la conversión de las ideas en actos de sumisión y aplauso inconsciente. La guerra interna en la izquierda es un auguro visible de lo que pudiera escenificarse en toda la sociedad mexicana cuando el mesianismo se apodera del Estado.