En 1994 me acerqué a José Luis Cuevas. De buenas a primeras me vi dentro de su casa de San Ángel. Me recibió José Luis, carismático y afable, la muñeca derecha circundada por pulseras de cuero. Lo entrevisté para el noticiero 24 Horas y, conociendo su afición a los toros, le pedí que escribiera un texto para mi nuevo libro, Tauromaquia Mexicana, Imagen y Pensamiento, ilustrado con fotografías de Sergio Rivero, artista audaz con visión fresca del arte del toreo. En la publicación de marras también escribirían nada menos que Juan José Arreola, Raúl Anguiano, Alí Chumacero y Carlos Prieto. Cuevas aceptó de inmediato.
El artículo de José Luis fue para mí toda una revelación porque descubrí que asistía a los toros con regularidad, vivió de cerca la tragedia de Alberto Balderas en El Toreo de la Condesa, copiaba dibujos de famosos ilustradores taurinos españoles, devoraba cuanto libro taurómaco llegaba a sus manos y admiraba la película Torero de Carlos Velo que, según Cuevas, detestaba las corridas. Además, contó que fue torero por un día, en los años 50 del siglo pasado:
“La entrega a la Fiesta me llevó a querer vivir la experiencia de estar en la arena y sentir al toro. Quise vivir aquello y, teniendo como maestro al torero y cronista taurino Víctor Portillo, me iba dos o tres veces a la semana a recibir mis lecciones a los Viveros de Coyoacán.
Cuando Portillo consideró que mis conocimientos ya me permitían pisar un ruedo, consiguió que fuera contratado para debutar como aficionado práctico en la plaza Hank González del Estado de México.
Mi nombre apareció en el cartel, pero no se me permitió que yo lo dibujara. El empresario creyó más en mí como novillero que como artista pintor. Esa tarde constituyó mi debut y despedida. Toreé con poca gracia y nulas aptitudes. Fue una noche triste para mí. Víctor Portillo también estuvo deslucido. Ya anocheciendo, hicimos un recorrido por diferentes carnicerías para vender la carne de los animales destazados en la plaza. Esa fue la paga que nos dieron.
Mi parte la regalé a mis compañeros de esa triste tarde de toros. No quise quedarme con un solo centavo. No lo merecía. Esa noche no pude dormir y en mis oídos se- guían retumbando los chiflidos y los insultos con que una chusma enardecida había castigado mi osadía de enfrentarme al animal astado.
Mi afición por la Fiesta permaneció intacta y asistí puntualmente durante las siguientes temporadas en plazas españolas y mexicanas”.
La presentación del libro en el Museo José Luis Cuevas fue un exitazo. “Se llenó el lugar, hasta las nalgas de La Giganta”, refirió Carlos Trápaga al día siguiente en el Esto. Y el magnético José Luis tiró un discurso sesudo y repartió sonrisas toda la noche.
Columna anterior: Las culpas de Osorio