Nada desaparece sin dejar rastro

El 15 de agosto de 1942, sólo unos días antes de que iniciara la Batalla de Stalingrado, mientras en Vichy, Francia, 5,000 judíos eran arrestados y tropas alemanas capturaban el histórico pueblo ruso de Georgiyevsk en las faldas del Caucaso, Marcelin y Francine Dumoulin, una pareja de granjeros suizos, salieron del pueblo de Chandolin, situado en el cantón suizo de Valais, con la intención de llevar a su ganado a pastar en las montañas de la región. Zapatero y profesora por oficios, padres de siete hijos, Marcelin y Francine tomaron rumbo esa mañana hacia el glaciar de Tsanfleuron. A la distancia, el hermano de uno de ellos les atisbó con unos binoculares. Sería la última persona en verles con vida. Hace unos días, un empleado de la estación de esquí Glacier 3000 descubrió sus cuerpos, perfectamente conservados, en un hueco del glaciar horadado por el sol. Junto a ellos, yacían un par de mochilas, una botella, un libro y un reloj. Acaso cayeron en una grieta, quizá los pilló una tormenta, pero durante casi 75 años no se supo nada de ellos. Marcelin y Francine Dumoulin forman parte de las 280 personas que, desde el año 1925, han desaparecido en los Alpes o en los ríos cercanos al cantón de Valais, de acuerdo a un conteo llevado a cabo por la policía local. El hallazgo de sus cadáveres pone fin a un misterio que al fin dará paz a las dos hijas que aún les sobreviven. Su funeral, celebrado el día de ayer, 22 de julio de 2017, devuelve a la tierra lo que el hielo fue incapaz de tragar durante 75 años. En el capítulo titulado “Anasazi”, el último de la segunda temporada de la serie de televisión The X-Files, Albert Hosteen, un descendiente de la tribu de los Navajo, responde a Fox Mulder cuando éste le pregunta acerca de la verdad de un misterio antiguo: “Nada desaparece sin dejar rastro”. La premisa de Albert Hosteen, en rigor un personaje de ficción, no tendría que pasar por el estadio de un teorema (una verdad susceptible de ser comprobada) en tanto compromete en su ambigüedad a la física, a la química y a la biología, ciencias a las que, llegado el momento, se tendría que acudir para explicar, o no, la desaparición de una persona. Durante 75 años ninguna ciencia pudo explicar la desaparición de Marcelin y Francine Dumoulin y su destino, si bien imaginable a partir de la experiencia, quedó a resguardo del azar que, de acuerdo a la Real Academia Española, es una casualidad, un caso fortuito, una desgracia imprevista o en los juegos de naipes o dados, carta o dado que tiene el punto con que se pierde. La etimología de la palabra azar es cuando menos curiosa. Proviene del árabe hispánico y en sus orígenes significaba flor. Tiempo después pasó a designar una marca en el juego de la taba –el hueso del tarso de un carnero o una cabra–, cuyo nombre científico es astrágalo. La taba se arrojaba con el modo de un dado y si la inscripción que quedaba a la vista era la de una flor, implicaba suerte. Su significado, empero, fue mutando con el paso del tiempo. Az-zhar, vocablo árabe original, pasó a designar la palabra dado, y a partir de ello se introdujo al castellano el arabismo azar con el significado de la voz latina alea (suerte). En portugués, sin embargo, azar perdió la ambigüedad de la palabra suerte y pasó a ser llanamente mala suerte. “Dios no juega a los dados”, ironizó Albert Einstein para ir a contracorriente de la teoría de la mecánica cuántica y sentenciar que en el Universo no están permitidos los eventos aleatorios. A despecho de que en el terreno de la física hoy su teoría se halla en entredicho, en la vida cotidiana de la humanidad no es arriesgado suponer que, de cuando en cuando, Dios sí juega a los dados. Hasta el año 2015, el gobierno de México reconocía la desaparición de 26,898 personas, una cifra contundente que no obstante dista mucho de ser real. La violencia que vive el país desde hace algo más de una década, más allá de sus causas y orígenes, y que ha repuntado a partir de 2014, no sólo se caracteriza por privar de la vida a una persona sino también por exterminarla y desaparecer cualquier traza de vida. El caso más emblemático, no el único, de los últimos tiempos, es la desaparición y presumible muerte de 43 estudiantes la noche del 26 de septiembre de 2014 en la ciudad de Iguala, en el estado de Guerrero. La ausencia de sus cuerpos, sin embargo, acaso reducidos a cenizas en un basurero o en algún otro sitio, mantiene la esperanza de sus padres de hallarlos con vida. Su desaparición no fue un evento fortuito, una desgracia imprevista, una casualidad o la confluencia del azar sino un acto consciente, premeditado y alevoso perpetrado con la ventaja que proveen la corrupción, la impunidad, el crimen organizado y la falta de un auténtico Estado de Derecho. La búsqueda de Marcelin y Francine Dumoulin cesó hace muchos años. Sus cuerpos, sin embargo, emergieron de los hielos eternos 75 años después por causa del sol. La búsqueda de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, así como de miles de personas más de las que se tiene un nombre y una historia, pero no un cadáver, continuará en tanto no se trata de una obra del azar sino de una serie de anomalías que una sociedad ha perpetrado, consentido e ignorado al punto de hacerlas pasar por el rasero de la normalidad. Los Alpes y los ríos del cantón de Valais se han tragado a 280 personas desde 1925. En los últimos tiempos, en México han desaparecido alrededor de 30,000 personas. Nada desaparece sin dejar rastro, sea que resbales en el hielo o tengas la mala suerte de hallarte en el lugar equivocado en el momento equivocado. Es decir, en el país equivocado.