En la cuenta de Twitter @realDonaldTrump, el actual inquilino de la Casa Blanca (me rehúso a llamarlo presidente) sólo es seguidor de 45 personas o entidades. La mayoría de ellos son familiares, miembros de su gabinete, periodistas de Fox News o las cuentas de algunos de sus hoteles.
De entre todos ellos, destacan el periodista Piers Morgan y el magnate y CEO de la WWE Inc., Vince McMahon; ambos son sus amigos. Con el primero está unido por una extraña e improbable amistad en tanto uno esperaría de Morgan algo más de su flema británica y su muchas veces visceral espíritu crítico; con el segundo, Trump sostiene una relación entrañable, de camaradería íntima e infantil, sólo posible entre aquellos que han sido amigos durante muchos años.
Sin más, Linda McMahon, esposa del jerarca de la empresa que revolucionó la lucha libre en Estados Unidos y el mundo, es la actual administradora de la Dirección de Pequeños Negocios bajo la gestión de Trump.
Una foto, tomada el pasado mes de febrero en el Salón Oval de la Casa Blanca, muestra a los McMahon con sus hijos, sus nietos, su nuera y su yerno –el luchador Triple H–, rodeando a un Trump tan sonriente y afable, que cuesta trabajo creer que ese hombre es el monstruo en el que han encarnado nuestros miedos más profundos.
La imagen no está completa sin la fotografía que sostienen dos de las nietas de McMahon que, postrada sobre el escritorio Resolute, supone una afrenta tan vil que el Reino Unido debería exigir la devolución del regalo que la Reina Victoria hizo al presidente Rutherford B. Hayes el año de 1880. En ella, un lloriqueante McMahon, con la cabeza embadurnada de crema de afeitar, es rapado por el actual presidente de los Estados Unidos (¡carajo!, se me fue).
La fotografía rememora la edición XXIII de Wrestlemania, que tuvo lugar el 1 de abril de 2007, y en la que se celebró la llamada “Batalla de los Billonarios” en la que McMahon y Trump se enfrentaron por medio de interpósitas personas: los luchadores Umaga y Bobby Lashley. El perdedor fue Umaga, el gladiador elegido por McMahon, y ello le significó la humillación de ser rapado por Trump en el centro del estadio Ford Field de Detroit, Michigan.
Los magnates, sin embargo, no se dedicaron a observar. Al menos no Trump, quien en un momento dado arremetió contra McMahon, lo derribó con un golpe de antebrazo al cuello, y estando ambos en el suelo le atizó el rostro con el puño. Pero Trump no resultó indemne. Al final de la lucha, el referee de la misma, el luchador conocido como Stone Cold, le aplicó un castigo al cuello que dejó al futuro presidente de Estados Unidos (¡carajo!, lo dije otra vez) semiinconsciente en medio del ring.
La imagen de Trump vencido (tendido en la lona, exangües los brazos, flexionadas las piernas, embarradas las manos, el rostro y el cabello de crema de afeitar) es un poema que algún poeta debería convertir en canción y volverla popular en todas las estaciones del subterráneo de los Estados Unidos. Pero eso difícilmente ocurrirá. Y no pasará porque se trata, en rigor, de una noticia falsa, de una mentira, de algo que pasó… pero en realidad no.
La lucha libre nunca ha sido una competición verdadera. Y si alguna vez lo fue, somos incapaces de recordarlo. Digo esto y sé que estoy desengañando al niño que fui y que cifró en las hazañas de El Santo, Blue Demon y Mil Máscaras los más primitivos y elevados conceptos de justicia y esperanza. Nada más falso. Fake news!
La lucha libre es una representación teatral, repleta de acrobacias fantásticas, en la que las ideas de Shakespeare en torno al bien y el mal hallan cobijo en su ausencia y falta de correspondencia con la realidad.
Las contiendas se pactan para crear expectación. De ese modo los villanos de la historia se erigirán vencedores a base de artimañas, pero un día la justicia prevalecerá. Los héroes de la historia sufrirán lo innombrable para, un día, finalmente, ascender al Olimpo. Los mentirosos tendrán su merecido, los engañados se vengarán. Y así, en consecuencia, una mentira escenificada miles de veces terminará convertida en verdad.
Durante su candidatura a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump arremetió contra la prensa llamándola corrupta, mentirosa y terrible. Elegido presidente, su opinión no ha se ha movido un ápice: los enemigos del pueblo son los periodistas que mienten, difaman, fabrican, inventan o tergiversan la verdad. Y la verdad para Trump es que, a pesar de que a su investidura como 45º presidente de Estados Unidos asistieron menos personas que a la de Barack Obama, los imbéciles periodistas que somos no nos dimos cuenta que todos los habitantes de Marte, Venus y Júpiter también observaron su juramento.
El 1 de abril de 2007, Vince McMahon y Donald Trump acordaron detrás de bambalinas escenificar una pelea entre sí. McMahon sería el derrotado y Trump se daría el gusto de cortarle el cabello a su rival. De vuelta a los vestidores, los dos magnates se estrecharían las manos y abrazarían para después seguir siendo tan amigos como siempre.
La cuenta de Twitter de Donald Trump donde suele despotricar contra los periodistas y el mundo, no es la cuenta de la presidencia de Estados Unidos (@POTUS), sino la que siempre le ha pertenecido. Para reafirmarlo, Trump agregó y antepuso la palabra “real” (verdadero) a su nombre, como si fuese necesario subrayar su identidad.
No habría un porqué para ello, pero al igual que los luchadores que portan una máscara, Donald John Trump ha terminado por asumir la identidad del personaje que representa, un mentiroso compulsivo y bravucón.
Poco importa al final que ese personaje se haya convertido en el presidente de los Estados Unidos (¡carajo!).