We are all Mexicans, now

Durante las elecciones primarias republicanas de New Hampshire fui invitado por el Tea Party de ese estado para hablar sobre México con los medios locales. El grupo ultraconservador apoyaba al senador Ted Cruz y, no obstante que son gente de derecha, no les gustaba la retórica racista antimexicana del candidato de su partido que eventualmente ganaría la presidencia. Gracias a no tener acento en inglés, y que no me identificaran físicamente como “mexicano” (según el estereotipo), logré presenciar de cerca el odio visceral racista que desató el actual presidente americano. Junto a mí, un americano con ascendencia alemana rimaba “kill them all!” (“¡mátenlos a todos!”) después del universal grito de “build the wall!” (¡construyan el muro!) que se volvió el lema no oficial de la campaña. Para quienes conocemos la historia de la Segunda Guerra Mundial, la imagen natural era de los mítines masivos de Nürenberg que dieron pie al Holocausto. Casi medio millón de estadounidenses murieron para evitar que ese fenómeno pudiera venir a nuestro continente y hoy los hijos de aquella generación de héroes le daban la bienvenida con inuscitado entusiasmo. Para nadie es novedad que Estados Unidos padece de un grave problema de racismo. A Nueva Inglaterra llegaron familias protestantes que mataron, o marginaron, a los relativamente pocos indígenas nómadas que se toparon. Trajeron esclavos de África, a quienes se les señaló como subhumanos en la Constitución misma. A la Nueva España llegaron hombres cuya finalidad era evangelizar y, de paso, procrear, con una población indígena mucho más grande, asentada en metrópolis, como la gran Tenochtitlán. El racismo mexicano es discriminatorio y socioeconómico. Producto, en parte, de una iglesia católica mercantilista, pero relativamente benevolente (desde el inicio el Vaticano había decretado que el indio americano tenía alma, por lo que es “hijo de Dios”). Sin autoridad religiosa central para determinar la semejanza humana del “otro”, el racismo americano tiende más al modelo alemán, basado en un darwinismo malentendido, con tendencias al genocidio. Todo racismo es aborrecente, pero no todo racismo es igual. Los mexicanos tenemos una enorme cantidad de aliados en Estados Unidos que están aterrorizados por la cloaca racista que se ha venido destapando en tiempos recientes. Como me dijo un anglo apenado por el discurso antimexicano de quien se convertiría en el candidato republicano, “we are all mexicans, now”. En otras palabras, “hoy, la afrenta que viven los mexicanos la hacemos propia todos los que repudiamos el racismo”. En nuestro trato con este gobierno etno-nacionalista nos hemos enfocado demasiado en la parte comercial y pragmática. Tal vez funcione, pero sus bases son débiles. Más fuerte sería complementarla, haciendo causa común con aquella mayoría americana que sabe que el discurso de odio es inaceptable. Es raro tener la oportunidad de ejercer un liderazgo moral tan claro. Aprovechándolo, no nada más ayudaríamos a nuestros connacionales, sino que podríamos dar cauce a la mayoría americana, silenciosa y decente, que no sabe cómo reaccionar. Desde el inicio de este preocupante capítulo de la historia americana, hemos jugado un papel estelar. Es tiempo de saberlo desempeñar en contra del racismo que tanto daño hace no nada más a quienes lo sufren, como también a aquellas almas atormentadas que lo promulgan. Por Agustín Barrios Gómez