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El valor de la no afinidad en el G20

OPINIÓN

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La Cumbre del G20 celebrada en noviembre de 2008 en respuesta a la crisis financiera mundial más grave desde la Gran Depresión de 1929, y que detonó elevar el grupo a nivel de Jefes de Estado y/o Gobierno y la cumbre auspiciada por la canciller Angela Merkel en Hamburgo hace unos días son, quizá, las dos más analizadas. La primera por razones obvias y la segunda, porque probablemente sea la primera reunión de líderes del G20 en el posible fin del orden mundial liberal tal y como lo hemos digerido tras el fin de la Guerra Fría. El nuevo tablero geopolítico en ciernes y variables distintas a la estabilidad económica y financiera global inciden en la dinámica e incluso, en la percepción sobre la eficiencia y eficacia del grupo. Y es que frente al “neounilateralismo” estadounidense (o aislacionismo, como lo prefieran tildar), —fincado por ahora, más en promesas de campaña que en políticas públicas y en un nacionalismo nativista—, el multilateralismo tradicional en foros como las Naciones Unidas resulta, filosóficamente, incompatible. Pero a seis meses de la nueva Administración en Washington, pareciera que el “mutilateralismo a la carta” o aquel que se ha configurado a partir de “clubes de gobernanza” más especializados, más confinados y en teoría, más eficientes como el G20, tampoco parecieran ser lo suficientemente atractivos para desplegar algunas de las aristas que determinan el “poder duro” de una potencia. Mientras el resto de los 174 Estados buscan tener voz en el G20, la nueva forma de operar estadounidense es ceñirse al guión anotado y obviar el liderazgo. En uno de sus análisis Ian Bremmer, Presidente de Euroasia, apunta que esta última Cumbre del G20 fue “como el Consejo de Seguridad de la ONU a nivel de Jefes de Estado: los retos globales fueron puestos sobre la mesa por un grupo de líderes mundiales con valores y prioridades fundamentalmente diferentes; se ofrecieron declaraciones colectivas mientras que cada gobierno persiguió su agenda individual”. En efecto, eso fue lo que sucedió en Hamburgo pero no es nada diferente de lo que ha acontecido en reuniones previas del G20. Nunca se tuvo la intención de conformar un grupo afín en términos de principios, valores, agendas y prioridades. El propósito de su creación, en las mentes de uno de los grandes ministros de finanzas como lo fue Paul Martin durante la Administración de Jean Chrétien, era contener, atender y evitar las crisis financieras mundiales. Los consensos de las potencias económicas acordados en el seno de los G7/G8, no eran suficientes. Los Efectos Tequila y Samba impactaban al mundo desarrollado y por ello, había que incluir a las economías de mercado emergentes en donde se gestaba la desestabilización mundial. El G20 no fue diseñado para buscar soluciones a flagelos y fenómenos transnacionales como el terrorismo y la migración. Pero tal ha sido su eficiencia y eficacia que su agenda se ha ampliado para incluir retos globales de naturaleza distinta —pero no desvinculada de la económica/financiera— que debieran atenderse en órganos como el Consejo de Seguridad de la ONU. El valor del G20 reside precisamente en que reúne a un grupo de países no afines, muchas veces de cara a ninguno de los asuntos bajo su examen. Es gratificante ver cómo tras Hamburgo, la lucha contra el cambio climático y uno de los acuerdos negociados en la ONU –no en clubes de gobernanza— como el de París, son defendidos por un frente de 18 países más la Unión Europea. Me atrevo a afirmar que para la solución de los retos globales de naturaleza política entre menos afín sea el grupo, mayor su utilidad. Lo que ha logrado el G20 es convertirse en un microcosmos que refleja la mayoría de las posiciones de la comunidad internacional frente a los principales problemas. Es un gran laboratorio en donde se ensayan consensos que se trasladan a otros foros. El G20 y los foros multilaterales tradicionales como la ONU y la OMC se refuerzan mutuamente. Más aún, el G20 contribuye a elevar los estándares para evitar caer en la solución que represente el mínimo común denominador de responsabilidad global como sucede frecuentemente en los foros de membresía universal. Pero sea tradicional o a la carta, el multilateralismo requiere liderazgos de las potencias, forcejeos entre pluralidad de visiones y el orden liberal pareciera tener cada día menos “campeones”. Hoy, la Canciller Merkel y el Presidente Macron se erigen como los últimos bastiones. Pero no me canso de preguntarme qué habría ocurrido en Hamburgo si Marine Le Pen hubiera sido la Jefa de Estado representando a su país. ¿Hubiese surgido un G2 vs. un G18? La pregunta retórica sirve sólo para confirmar que la gobernanza mundial debe estar lista para avizorar no solamente una posible renuncia de la Pax Americana, sino las nuevas ediciones de las tendencias globalofóbicas, xenófobas, aislacionistas y populistas que pueden surgir en más de un par de los veinte países que son convocados para sortear la crisis en boga.   Columna anterior: Alianza del Pacífico: elevando la barra