Por: Ricardo Pascoe Pierce
La confusión política crece conforme avanza el reloj electoral. En la vorágine de la despiadada lucha por el poder, las palabras y los conceptos pierden significado e importancia. Transparencia, seguridad, corrupción, democracia, respeto, honestidad, derecho, leyes y derechos humanos han sido repetidos por todos y, sin embargo, su verdadero contenido para la ciudadanía está rápidamente vaciándose de sentido y referencia con la realidad. ¿A quién creerle?, es una legítima pregunta, cuando todas las candidaturas gritan al unísono: ¡soy el honesto, soy el bueno!
Una guía para entender lo que nos sucede emerge cuando se revisa, con cierto detenimiento, el pasado histórico. El sistema político de México ha hecho sufrir a muchos y ha cometido atrocidades contra otros tantos. Con todo lo que hemos vivido y sufrido, es justo exigirle al futuro que no se repitan los mismos yerros que nos han colocado ante la encrucijada que enfrentamos como nación.
El sistema político ha padecido guerras intestinas por su dualidad. Han estado en permanente enfrentamiento dos concepciones económicas sobre el rumbo nacional.
En el siglo XIX México vivió la pugna por el dominio del alma nacional entre conservadores y liberales. En el siglo XX la misma pugna ha sido llevada entre liberales y populistas. Los Tratados de Bucareli vivieron el destino de ese conflicto, al igual que la Doctrina Estrada, la expropiación petrolera y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
Traducido en términos contemporáneos, la lucha se da entre globalizadores y proteccionistas. Las reformas estructurales recientes se hicieron pensando en la competitividad mexicana en el mercado global, y quienes se oponen a éstas piensan en términos del mercado interno y su potencialidad para atender las necesidades de la autosuficiencia energética, tecnológica, comercial y agrícola.
Hasta el año 2000 las dos posiciones-liberales y populistas-coexistían dentro del PRI como partido único. Sí estaban en pugna permanente, y cada postura llevaba a un punto histórico distinto, pero ocultaban sus diferencias fuera del partido, pues ante la sociedad ofrecían “unidad revolucionaria”. Al mismo tiempo coincidían dentro del partido gracias a un acuerdo político que los une hasta el día de hoy: justifican y defienden el carácter autoritario del Estado que crearon juntos. Tanto liberales como populistas necesitaban al Estado autoritario, corporativo y represor, para implementar sus respectivas políticas. Peleaban sus posiciones hacia adentro; hacia afuera dominaban la sociedad con represión y cooptación.
Después del año 2000 el lugar del enfrentamiento cambió geográficamente. El liberalismo se mantuvo como la ideología oficial del PRI. En cambio, el populismo, ese de la fusión del cardenismo y echeverrismo en el PRI, colonizó a la izquierda llamada Morena y se expresa nítidamente en su proyecto económico. A partir de esa fecha el liberalismo y el populismo llevaron su pugna a otro nivel al separarse en partidos orgánicamente distintos, aunque siguen compartiendo el autoritarismo como criterio político.
Mientras liberales y populistas originarios del PRI siguen difiriendo sobre el modelo económica más adecuado para México, en lo que se refiere al modelo político coinciden en la necesidad de un Estado autoritario capaz de imponer su visión económica a los disidentes en la sociedad. Para ambas concepciones la combinación de represión y control social es un derecho natural del Estado en el que creen ciegamente. Sin esa capacidad de organizar corporativa- y forzosamente a los ciudadanos, no entenderían el papel del Estado “rector” en la sociedad. En su lógica, los modelos económicos están hechos para ser impuestos, no discutidos.
Repasando su historia, ni PRI ni Morena creen en la necesidad de la reforma democrática del Estado. Es su convicción que un Estado vertical y autoritario es pieza indispensable para la puesta en operación a sus propuestas. Para ellos, la alternancia electoral ha sido el paso necesario y suficiente para declarar a México una “democracia funcional”. Ir a la reforma del Estado para hacerlo transparente, respetuoso de los derechos humanos, promotor de la participación ciudadana en la toma de decisiones, con plena y total separación entre poderes, no está en sus planes de ninguno de ellos. Nunca lo plantearon cuando estaban en el mismo partido; no tendría ningún sentido plantearlo ahora que están en organizaciones enfrentadas.
Aunque no lo quieran reconocer, la resolución a la encrucijada nacional pasa directamente por la reforma democrática del Estado. Tiene que transformarse la relación entre poder y sociedad, que se define y se modula por el funcionamiento democrático del Estado para que la sociedad esté eficazmente representada, con plena separación de poderes y acceso a canales democráticos de comunicación y decisión hacia la ciudadanía. La transparencia como instrumento institucional de combate a la corrupción y aplicación del Estado de derecho para atender el problema del crimen organizado son dos ingredientes centrales para abordar esos problemas cruciales. Ni el liberalismo priista ni el populismo morenista quieren cambiar la naturaleza autoritaria del Estado. Instituciones fuertes y democráticas son la respuesta necesaria para una sociedad en crisis.