*Segunda parte
Con el fin de la Guerra Fría, palestinos e israelíes negociaron directamente una salida al conflicto. Las negociaciones tuvieron avances concretos importantes, pero se acompañaron de retrocesos aún mayores. Al final, los Acuerdos de Oslo de 1993-1995 firmados por el representante de la OLP, Yaser Arafat, y el gobierno israelí representado por el primer ministro Yitzhak Rabin (del Partido Laborista), institucionalizaron la dependencia palestina y de los palestinos respecto del Estado de Israel.
El concepto central de los acuerdos de Oslo fue el establecimiento de una autoridad autónoma interina palestina por un periodo transitorio de cinco años (1994-1999). Sin embargo, la autonomía palestina se encontraba seriamente reducida, tanto por su carácter transitorio como por la ausencia de cuestiones decisivas tales como Jerusalén, los asentamientos judíos, el agua o los refugiados. El marco territorial que los Acuerdos de Oslo formularon resultó un mapa que obstaculizó los esfuerzos palestinos de institucionalización y gobernabilidad. Sobre todo, la colonización de los territorios ocupados mediante la construcción de asentamientos judíos nunca cesó.
El estallido de la segunda intifada en Gaza y Cisjordania a finales de 2000 simbolizó el fracaso de Oslo. Desde entonces, la historia se reduce a una serie de provocaciones y operaciones militares israelíes contra las instituciones y la infraestructura palestina, especialmente en Gaza, además de la construcción de nuevos asentamientos de colonos judíos en territorio ocupado. Desde que en las elecciones legislativas de 2006 los palestinos eligieron al grupo islamista Hamás para gobernarlos, tanto Israel como Fatah y el presidente palestino Mahmúd Abbas privaron a Hamás y sus ministros de toda autoridad real o efectiva.
En ese contexto, Israel ha justificado sus ofensivas militares en Gaza en 2008-2009, 2012 y 2014 como respuesta a los lanzamientos de cohetes de Hamás contra territorio israelí; sin embargo, evidencia empírica de refuta ese supuesto, como se documenta en reportes internacionales: el lanzamiento de cohetes por parte de Hamás aumenta en respuesta a los ataques militares israelíes y se reduce si sucede lo contrario. Israel argumenta que puede invocar el derecho a la auto-defensa bajo el Derecho Internacional como se estipula en el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas. Sin embargo, en una opinión que emitió en 2004 la Corte Internacional de Justicia recordó que los ataques armados de los palestinos contra territorio israelí provienen del control jurisdiccional de Israel, no de un país soberano. Israel, por su parte, sostiene que ya no es una potencia ocupante pues se retiró de la Franja de Gaza en el verano de 2005. La cuestión es que el retiro fue unilateral; además, el entonces primer ministro Ariel Sharon lo planeó para evitar “verse arrastrado” por dos “peligrosas” propuestas internacionales para una solución de dos Estados que surgieron en 2002 y 2003: la iniciativa de paz árabe y la iniciativa de Ginebra, respectivamente. Por último, el retiro de los colonos de Gaza permitió afianzar la colonización de Cisjordania y no resultó en el reconocimiento israelí de Gaza como territorio independiente y legítimamente gobernado, con derecho a la auto-defensa.
El Estado israelí pareciera condenado a realizar operaciones regulares en Gaza o Cisjordania, algo terrible para la población palestina y arriesgado para el sistema político y la vida institucional y social en Israel. ¿Qué es lo que sigue motivando a Israel a emprender estas políticas, no obstante sus evidentes límites, efectos tácticamente adversos y humanitariamente catastróficos? La respuesta se encuentra en un elemento clave, casi intangible, emanado de la doctrina militar israelí formulada en los años cincuenta: ejercer presión sobre las autoridades gubernamentales (civiles) para que controlen las actividades de los grupos hostiles a Israel que están presentes en sus territorios, pero también sobre la población para que ésta no los apoye. El mayor problema de esta táctica de represalias masivas es que nunca ha demostrado su eficacia; con todo, se sigue recurriendo a ella. El pensamiento estratégico de Israel, basado en la disuasión, es parte de la explicación. La prevención es un principio fundamental, como lo demostraron la guerra de 1967 o el ataque al reactor nuclear iraquí a inicios del decenio de los años ochenta, o los asesinatos de líderes del Hamás, de la Jihad Islámica y del Hezbolá desde los años ochenta. El proceso de toma de decisiones, que en realidad favorece más la táctica que la estrategia, es otra variable explicativa. A pesar de que la complejidad de los temas requiere planeación e implementación más cuidadas, y que el costo de equivocarse ha aumentado, el sistema electoral y la manera en que se constituyen las coaliciones en Israel obliga a los primeros ministros a concentrar su atención y energía en las consecuencias electorales inmediatas de sus acciones. Además, en Israel temas de seguridad nacional se articulan y argumentan frecuentemente en términos ideológicos y partidistas que exceden su peso objetivo, y se justifican acciones en términos de supervivencia nacional, aunque en muchos casos ésta no se encuentre en peligro inminente. Por último, desde los años ochenta el ejército israelí no se ha rebelado contra la autoridad política, pero ha sabido muy bien aprovecharse de su debilidad.
Mientras que algunos analistas sostienen aún que la solución de dos Estados es la única manera que tienen israelíes y palestinos de vivir en paz, otros crecientemente han empezado a preguntarse sobre su viabilidad. Al margen del grado de realismo de una y otra posición, y de la necesidad que uno encuentre de terminar con discursos vacíos, pareciera que desde hace varios años la resolución del tema palestino depende más de Israel y sus aliados, que de cualquier militancia o militarismo estatal o no estatal por parte de los árabes.