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La improbable redención de Roger Stone

OPINIÓN

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Cuando tenía siete años, Roger Stone participó en un ejercicio electoral en el colegio. Era el otoño de 1959 y John F. Kennedy y Richard Nixon contendían por la presidencia de los Estados Unidos. Los padres de Stone eran republicanos, pero sentían simpatía por Kennedy en tanto era católico como ellos. El imberbe Roger, político precoz, decidió que Kennedy debería ganar a costa de todo. Para ello informó a sus condiscípulos, uno a uno, que una de las políticas de Nixon era instaurar clases los sábados. Eventualmente John F. Kennedy ganaría en el ejercicio del colegio de Stone. Y en la elección real se convertiría en el 35º presidente de los Estados Unidos. A la edad en la que el universo de un niño es un balón de football, Roger Stone descubrió los secretos detrás de la desinformación (fake news, hoy en día). Y eso envalentonó su espíritu. El espíritu de un mocoso rebelde –natural y extraordinariamente dotado para la política– y la soberbia de quien a una edad improbable ha entrevisto su destino. Sin embargo, por una sinrazón o por una razón que sólo él conoce, Roger Stone no se perdonó jamás el haber ido en contra de Richard Nixon. En 1964, con 12 años, una edad en la que un balón de football sigue siendo el universo de un niño, Roger Stone leyó un libro que le obsequió una vecina (The Conscience of a Conservative, de Barry Goldwater), asistió a su primera convención republicana y escuchó a Goldwater decir: “Los republicanos queremos un gobierno que se ocupe de responsabilidades propias, que estimule una economía libre y competitiva, y que imponga la ley y el orden”. Con 19 años, Stone ingresó a trabajar en la campaña de reelección de Richard Nixon. Para entonces era ya un fanático, al grado de que su madre le dijo un día: “Tú no eres católico. Tu religión es el Partido Republicano y tu Dios es Richard Nixon”. La frase “Soy el candidato de la ley y el orden”, en rigor acuñada por Goldwater, se convirtió en moneda corriente en la campaña de Nixon. Y volvería a escucharse, muchos años después, en los mandatos de Ronald Reagan y recientemente en la campaña de Donald Trump. La inteligencia de Roger Stone, su falta de escrúpulos, su talento para inventar el futuro y la culpa que sentía por Richard Nixon, lo convirtieron en un operador político de ensueño. Montó una empresa de cabildeo que hizo ver a los peores dictadores del mundo en la década de los 80 como santos en espera de su canonización. A la par se volvió millonario y emprendió una cruzada para encontrar a alguien digno de recibir el manto de Richard Nixon. Un joven y exitoso empresario de bienes raíces, neoyorquino, llamó su atención por su imagen de macho alfa y su innegable familiaridad con la comunidad de los llamados rednecks, circunstancia que compartía con él. Se llamaba Donald Trump. Era 1988 y Stone trató de convencerlo de que se postulase a la presidencia de los Estados Unidos. Pero en ese momento Donald Trump estaba empecinado en ser uno de los hombres más ricos del mundo y en tener, al estilo del juego de mesa Monopoly, al menos una propiedad en cada país de la Tierra. Cual si fuera un suspiro pasaron 27 años. Donald Trump decidió postularse a la presidencia de Estados Unidos por el Partido Republicano. El resto es historia. Hace unas semanas, poco después de que Trump despidiese a James Comey, director del FBI, Roger Stone publicó un tweet: “En algún lugar Richard Nixon está sonriendo”. Puede ser que Stone se refiriese al infierno, ese sitio al que tendrían que ir los políticos como Nixon. Pero también puede ser que haya aludido al tatuaje que tiene en la parte superior de la espalda y que muestra el rostro rupestre y pueblerino de Richard “Dick” Nixon, el único presidente en la historia de Estados Unidos que ha renunciado a su cargo. Roger Stone, un “agent provocateur” como él mismo se describe en el documental Get me Roger Stone de Dylan Bank, Daniel DiMauro y Morgan Pehme que Netflix exhibe estos días, está viviendo el momento más sublime de su vida. Llevó a la presidencia del país más poderoso del mundo a un individuo estrafalario, vulgar y feo, tanto como lo fue su héroe, Dick Nixon, el tipo al que todavía homenajea alzando los brazos y enarbolando la “V” de la victoria con ambas manos cada vez que aparece en público. Al comienzo de Get me Roger Stone, Roger Stone declara delante de las cámaras del Huffington Post: “Quince temporadas de El Aprendiz no sólo lo convirtieron en un hábil personaje de ese programa, tan sólo piensa en cómo lucía: sentado en una silla de respaldo alto, perfectamente iluminado, bien maquillado, bien peinado, contundente, toma decisiones, dirige todo el show… luce presidencial”. Roger Stone –un hombre terrible, odioso y cínico, pero que al mismo tiempo dice la verdad y es un genio– se refiere, por supuesto, a Donald Trump. “¿De verdad piensas que los electores –dice a su interlocutor–, los no muy sofisticados, son capaces de diferenciar entre el entretenimiento y la política? La política es el negocio del entretenimiento de la gente fea”. Cuando era niño, Roger Stone decidió votar por John F. Kennedy, el político católico, pero también el que mejor peinado tenía. Kennedy era guapo, culto y distinguido; Nixon, vulgar, soso y esforzado. Stone se parecía más a éste que a aquel. Y la culpa lo persiguió durante 55 años. La victoria y redención de Roger Stone son también su derrota: por segunda ocasión en la historia, un presidente de los Estados Unidos va a ser derrocado.