Catorrazos

El box es una disciplina profundamente humana, que está en la raíz misma del barrio. El sábado, todo México estará pendiente de la pelea Canelo-Chávez Jr.
Más allá del corazón con arritmia de un decepcionante Atlético de Madrid y del inminente desenlace de la lucha por no descender a la Segunda División del futbol mexicano, estamos en una semana con fuerte acento boxístico por el combate sabatino entre Saúl Álvarez y Julio César Chávez Carrasco en Las Vegas, Nevada.
 
El box tiene hondas raíces en las colonias populares. Miren cómo la gente se arremolina con morbo en torno a dos que llegan a las manos. Ahora resulta que un sector asustadizo de la población repudia el viril deporte de los puños, ignorando que detrás de los trancazos existe una técnica y que las medidas para proteger la salud de quienes dirimen la supremacía en el cuadrilátero son cada vez más estrictas. 
 
Cuando una noche de sábado visité por primera vez la Arena Coliseo, acaso el foro barrial más representativo de la megalópolis, me impresionó el sonido que emitía el impacto de los guantes en los costados de los peleadores. Mi padre decía que la arena de la calle de Perú olía a anilina. Nunca había escuchado esa palabra. Era el tufo penetrante de los limpiadores de los baños. Olía también a sudor aquel sitio encerrado y penumbroso, apenas iluminado tenuemente por las lámparas del ring.
 
Eran los tiempos del ocaso deportivo de Rubén Olivares. Púgil de vida disipada, pecaminoso del ring, El Púas se vio desbordado por una fama construida en el gimnasio sórdido, la arena pestilente y la entrevista de color. Una cosa es ser admirado y otra, muy diferente, provocar la idolatría popular. Olivares reunió sobradamente las características del auténtico ídolo: origen humilde, carisma, talento e identificación con el pueblo. Contó con la indulgencia de la gente que, lejos de censurar sus indisciplinas, lo perdonaba y le sacaba licencia para circular libremente por las cantinas, entre choques de vasos y retruécanos empapados de alcohol. Todavía en la actualidad, cuando Rubén camina por las calles acompañado de su hijo del mismo nombre, se sigue escuchando el clamor del barrio victorioso. 
 
Varios años más tarde, un vehemente Salvador Sánchez nos estremeció al apalear al fanfarrón boricua Wilfredo Gómez. La narración de Antonio Andere de aquella proeza es un verdadero clásico de la televisión deportiva. “¡Cuando suelta las manos Salvador, domina la escena y pone en lastimeras condiciones a Wilfredo!”, exclama emocionado el legendario cronista de Zacatlán de las Manzanas, segundos antes del implacable nocaut. La pasta de ídolo de Sánchez se derritió en un accidente automovilístico hace 35 años, en 1982, cuando manejaba su bólido a gran velocidad en una carretera queretana. Sal contaba únicamente con 23 años de edad.
 
Con el tiempo llegó un superdotado: Julio César Chávez. El sábado, todo México estará pegado al televisor para ver a su hijo pelear contra el favorito en las apuestas, Saúl Álvarez.