Un verso de una cancio?n de Joaqui?n Sabina reza lapidario: “Ma?s vale que no tengamos que elegir entre el olvido y la memoria”. El cantautor andaluz planteo? tal disyuntiva en 1994, an?o en que la telefoni?a mo?vil era so?lo el privilegio de unos cuantos e internet un mito urbano con los modos de una profeci?a.
La advertencia de Sabina, formulada al amparo del romanticismo, nada teni?a que ver con el mundo en el que hoy vivimos. Y, sin embargo, hoy describe el modus operandi de los seres humanos, quienes puestos a elegir decidimos que era preferible el olvido en tanto podi?amos hacernos de una memoria alterna que no ocupase espacio en nuestros cerebros.
¿Quie?n memoriza hoy el nu?mero telefo?nico de su madre, esposa, hijos, amigos? Lo suficiente, y precario, es memorizar el nu?mero propio y delegarle al smartphone la responsabilidad de almacenar nuestra vida. Es simple. Y macabro. Mientras nuestros tele?fonos inteligentes acumulan informacio?n sobre nuestros ha?bitos, recuerdos, relaciones y perversiones, nuestras mentes divagan como ancianos seniles, valga la tautologi?a, en un supermercado.
Premeditada aunque inconscientemente, soltamos el lastre y avanzamos por la vida. Pero cuando por la razo?n que sea es necesario mirar atra?s, la cauda que nos sucede se ha difuminado tanto que es irreconocible o por lo menos vaga. ¿Que? haci?a yo en 1994? ¿Quie?nes eran mis amigos? ¿A que? lugares viaje?? ¿A quie?n ame?? ¿En do?nde estaba? La memoria de un smartphone, compartimentada a partir de aplicaciones, no es tan larga y extensa. En consecuencia, Facebook no nos devolvera? recuerdos tan antiguos.
El an?o de 1994 entro? en vigor el Tratado de Libre Comercio de Ame?rica del Norte, el Eje?rcito Zapatista de Liberacio?n Nacional inicio? una guerrilla en el sur de Me?xico y por primera vez Estados Unidos albergo? el Mundial de Futbol.
Si viajara ma?s atra?s, a 1990, por ejemplo, seri?a capaz de recordar el encuentro inaugural entre Argentina y Cameru?n en el Mundial de Italia, el gol de cabeza de Franc?ois Oman Biyik, mi paso por la universidad, mi trabajo en Televisa, mi novia de aquel tiempo.
En la celebracio?n de los mundiales de futbol y los Juegos Oli?mpicos, mi memoria hallo? un asidero para prevalecer. Los an?os que fechan tales eventos, son para mi? mucho ma?s memorables que aquellos que carecen de la efeme?ride. Es so?lo que la llegada de la era de internet modifico? sustancialmente mi manera de recordar la vida.
A despecho de la modernidad y las nuevas costumbres, no delegue? a mi tele?fono inteligente del control de mi vida. Tengo decenas de libretas en las que sin orden ni me?todo escribo frecuentemente, documentando, eso si?, lugares y fechas.
No soy inmune, empero, al torbellino de los nuevos tiempos y los nuevos ha?bitos. Y en esta circunstancia he aprendido a cifrar el tiempo, mi tiempo, a partir de acontecimientos distintos a los deportivos.
Deje? de ver televisio?n durante muchos an?os. Una man?ana de soberbia, incluso, me di el gusto de arrojar desde un quinto piso mi televisor como una muestra de mi poco aprecio por la otrora llamada “caja idiota”. Es so?lo que, una tarde de principios de siglo, una amiga me invito? a comer a su casa y me hizo ver un episodio de la serie X-Files.
Sin propone?rmelo, mi vida cambio?. En ese tiempo, habi?a concluido la transmisio?n regular en televisio?n de la serie creada por Chris Carter. Nueve temporadas, nueve an?os, en los que vivi? en una suerte de oscurantismo. Diletante tardi?o, me di a la tarea de adquirir, una por una, las nueve temporadas en formato DVD. Y uno por uno, entre los an?os 2001 y 2004, devore? los 202 capi?tulos de la serie.
Cai? en la cuenta de que la “caja idiota” habi?a empezado a pensar y a modificar los contenidos que durante an?os aletargaron la capacidad de pensamiento y abstraccio?n de los seres humanos. Tal revolucio?n comenzo? anales de la de?cada de 1980 con la serie The Wonder Years y lenta pero firmemente fue ganando adeptos.
Tras los X-Files me volvi? habitual de Los Soprano. Y en tanto no teni?a televisio?n por cable, repeti? el me?todo: adquirir y ver, una por una, las seis temporadas, con la diferencia en esta ocasio?n de que teni?a que aguardar un an?o para comprar cada una.
De ese modo, deje? de contar los an?os a partir de mundiales de futbol, de Juegos Oli?mpicos. Asi?, el invierno de 2011 me hice de la primera temporada de la serie Game of Thrones en formato de blu-ray. Y cada an?o, como si fuese el ritual celebratorio de la Navidad, me encontre? esperando por la llegada de una nueva temporada.
Esa espera fue advertida por una naciente empresa de contenidos de televisio?n por internet. Se llama Netflix, y no necesito abundar al respecto. El 1 de febrero de 2013, la compan?i?a propiedad de Reed Hastings decidio? poner al aire, por primera vez en la historia, la primera temporada completa de una nueva serie: House of Cards.
A partir de ese momento, miles de personas en todo el mundo hemos aguardado cada primavera por la llegada de una nueva temporada de las trapaceri?as de Frank Underwood. El pro?ximo martes 30 de mayo, en punto de las 00:00 horas, comenzara? una noche de desvelo. En el estreno de la quinta temporada de House of Cards cifro la llegada de un verano triste. Pero elijo la memoria, no el olvido.