Gabriel García Márquez

Lee un fragmento de “En agosto nos vemos”, la última obra de Gabo

De cara al décimo aniversario luctuoso del Nobel colombiano —en abril próximo—, Planeta lanza hoy, en el marco de su cumpleaños 97, En agosto nos vemos, la célebre novela en la que el escritor trabajó y corrigió durante la etapa final de su vida

Lee un fragmento de “En agosto nos vemos”, la última obra de Gabo
Foto: Especial

Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el transbordador de las tres de la tarde. Llevaba pantalones vaqueros, camisa de cuadros escoceses, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla de raso, su bolso de mano y como único equipaje un maletín de playa. En la fila de taxis del muelle fue directa a un modelo viejo carcomido por el salitre. El chofer la recibió con un saludo de amigo y la llevó dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque, techos de palma amarga y calles de arena ardiente frente a un mar en llamas. Tuvo que hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos y a los niños desnudos que lo burlaban con pases de torero. Al final del pueblo se enfiló por una avenida de palmeras reales donde estaban las playas y los hoteles de turismo, entre el mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules. Por fin se detuvo en el hotel más viejo y desmerecido. 

El conserje la esperaba con la ficha de inscripción lista para firmar y las llaves de la única habitación del segundo piso que daba a la laguna. Subió las escaleras con cuatro zancadas y entró en el cuarto pobre con un olor de insecticida reciente y casi ocupado por completo con la enorme cama matrimonial. Sacó del maletín un neceser de cabritilla y un libro intonso que puso en la mesa de noche con una página marcada por el cortapapeles de marfil. Sacó una camisola de dormir de seda rosada y la puso debajo de la almohada. Sacó también una pañoleta de seda con estampados de pájaros ecuatoriales, una camisa blanca de manga corta y unos zapatos de tenis muy usados, y los llevó al baño.

 Antes de arreglarse se quitó el anillo de casada y el reloj de hombre que usaba en el brazo derecho, los puso en la repisa del tocador y se hizo abluciones rápidas en la cara para lavarse el polvo del viaje y espantar el sueño de la siesta. Cuando acabó de secarse sopesó en el espejo sus senos redondos y altivos a pesar de sus dos partos. Se estiró las mejillas hacia atrás con los cantos de las manos para acordarse de cómo había sido joven. Pasó por alto las arrugas del cuello, que ya no tenían remedio, y se revisó los dientes perfectos y recién cepillados después del almuerzo en el transbordador. Se frotó con el pomo de desodorante las axilas bien afeitadas y se puso la camisa de algodón fresco con las iniciales AMB bordadas en el bolsillo. Se cepilló el cabello indio, largo hasta los hombros, y se amarró la cola de caballo con la pañoleta de pájaros. Para terminar, se suavizó los labios con lápiz labial de vaselina simple, se humedeció los índices en la lengua para alisarse las cejas encontradas, se dio un toque de Maderas de Oriente detrás de cada oreja, y se enfrentó por fin al espejo con su rostro de madre otoñal. La piel sin un rastro de cosméticos tenía el color y la textura de la melaza, y los ojos de topacio eran hermosos con sus oscuros párpados portugueses. Se trituró a fondo, se juzgó sin piedad, y se encontró casi tan bien como se sentía. Sólo cuando se puso el anillo y el reloj se dio cuenta de su retraso: faltaban seis para las cuatro, pero se concedió un minuto de nostalgia para contemplar las garzas que planeaban inmóviles en el sopor ardiente de la laguna. 

El taxi la esperaba bajo los platanales del portal. Arrancó sin esperar órdenes por la avenida de palmeras hasta un claro de los hoteles donde estaba el mercado popular al aire libre, y se detuvo en un puesto de flores. Una negra grande que dormitaba en una silla de playa despertó sobresaltada por la bocina, reconoció a la mujer en el asiento posterior del automóvil, y le dio entre risas y chácharas el ramo de gladiolos que había encargado para ella. Unas cuadras más adelante el taxi torció por un sendero apenas transitable que subía por una cornisa de piedras afiladas. A través del aire cristalizado por el calor se veía el Caribe abierto, los yates de placer alineados en la dársena del turismo, el transbordador de las cuatro que regresaba a la ciudad.

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